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domingo, 19 de octubre de 2025

El progresismo, preparado para el último asalto

 Artículo de 1967

  Hay que prepararse contra lo que se prepara  

 Siguen subsistiendo los graves peligros que para la fe de los fieles y la vida de la Iglesia constituyen la llamada «línea conciliar». Durante estas últimas semanas, la plaza de San Pedro ha quedado más vacía de lo que era de esperar en momento de congoja, con motivo de la intervención quirúrgica de que ha sido objeto el Papa Montini. Las reacciones y emotividades del pueblo romano son un indicador que refleja con fidelidad el estado de ánimo del mundo católico. Estamos muy lejos de aquellas masivas manifestaciones de fieles del pontificado de Pío XII. El instinto de los fieles creyentes se agudiza más y más cada día. Ahora ha detectado que el progresismo ya está preparado para el último asalto que pretende la definitiva desintegración del catolicismo que aún no ha entrado en la vía del «aggiornamento».

 Esta es la impresión que de estas últimas semanas se ha captado desde esta Francia cristiana que uno lleva tan dentro del corazón por causa de la continua convivencia con sus fieles más infatigables y sus sacerdotes y religiosos más abnegados y prácticamente perseguidos por el progresismo dominante.

 Un paso más hacia la congoja y el peligro para la fe de los fieles lo constituye la Comisión de teólogos para «aconsejar» a la Congregación que ha sustituido al antiguo —y disuelto— Santo Oficio. Ya que no es posible negar la existencia de muy graves errores, se pretende ahora demostrar —mediante la teología progresista — que no son tales errores, sino sólo malentendidos. Y, en consecuencia, se viene insistiendo cada vez más en «una nueva formulación de los dogmas» porque ahora resulta que en la forma en que fueron expuestos desde San Pedro hasta Pío XII —dicen los progresistas— no los puede entender el «hombre moderno».

 Afortunadamente, no es necesario discurrir mucho para comprender que es totalmente falso que el hombre de nuestro tiempo no puede comprender los dogmas bajo la formulación preconciliar. El gran número de convertidos a la fe católica después de la segunda guerra mundial acreditan sobradamente que los dogmas católicos son comprensibles para el hombre de la época actual.

 Suelen olvidar los actuales innovadores de que, a veces, no es solamente la mente humana por sí sola suficiente para penetrar en el sentido íntimo de un dogma y comprenderlo. La intervención del Espíritu Santo —¿creen en él ciertos sectores «renovadores» y progresistas?— es, con la intensidad a cada caso adecuada, un factor primordial.

 No es, pues, como impúdicamente ahora se dice, la «insuficiencia de la Curia Romana» —y el Magisterio Eclesiástico desde San Pedro hasta Pío XII— en materia teológica lo que ha creado el actual estado de confusión, sino las fantasías de los teólogos progresistas, cuya actuación impune no puede dejar de ser objeto de gravísima preocupación. Su muy reciente ofrecimiento de «ayuda» no es más que una maniobra de más profunda infiltración. Además, salta a la vista el decidido propósito progresista de proceder a la metódica y progresiva destrucción de aquellos sectores hasta ahora inconmovibles de la Curia Romana a través de Comisiones y órganos paralelos a las Sagradas Congregaciones.

 Porque éste ha sido el procedimiento —a través de la consiguiente comisión o «Consilium», y de quien le ha dado sus máximos alientos— utilizado con la liturgia, cuya Constitución conciliar ha sido desfigurada y vaciada de contenido por las instrucciones y decretos sucesivos que han venido aprobando, por etapas, lo que anteriormente era considerado como herejía. Así ha quedado prácticamente anulada la Constitución Litúrgica aprobada en el Concilio.

 Por idéntico procedimiento de la «ayuda» de Comisiones postconciliares se intenta triturar todo lo demás; y en el caso de la «Comisión de teólogos» que se proponen «aconsejar» a la Congregación que ha reemplazado al extinto Santo Oficio se intenta conseguir, con la tan cacareada «nueva formulación de los dogmas», que lo que consideramos ahora herético nos sea presentado dentro de unos meses o unos años como la expresión de lo que habían sido las verdades de la fe, ahora «redescubiertas» por los teólogos de cuño progresista.

 Con Comisiones y métodos similares, que se interfieren en las actividades específicas de las Sagradas Congregaciones, sigue persistiendo el esfuerzo de destruir, inutilizar o neutralizar a los actuales componentes de la Curia Romana que no se han dejado avasallar prácticamente ni acomplejar ideológicamente por la tan frecuentemente invocada «línea conciliar» que cumple a maravilla su propósito de desmantelar y eliminar cuanto se le confía.

 No nos sorprendería el intento de que varios Prefectos de Congregación y otras funciones del gobierno de la Iglesia fuesen reemplazados por elementos progresistas, sea mediante eliminación de la institución misma o sea reduciéndola a un simple órgano administrativo. Tal maniobra ya está en marcha.

****

EL «I-DOC» SABE ELEGIR

 En anterior crónica daba cuenta detallada a los lectores de ¿QUE PASA? de cuáles eran los antecedentes y ulteriores actuaciones de la organización progresista I-DOC. Asimismo fueron informados nuestros lectores de su actuación durante el Sínodo Episcopal que hace poco tuvo lugar en Roma.

 Es necesario consignar, ampliando anteriores referencias, que, bajo los auspicios de I-DOC (Information et Documentation sur l’Eglise Concillare), existe un llamado «Comité Internacional pour le Developement de l'Information et de la Documentation Religieuse», organizado a escala mundial, cuya sede está situada —aunque parezca increíble— en la mismísima Via Santa Maria dell’Anima, de Roma.

 Ha quedado de manifiesto, en repetidas ocasiones, su carácter extremadamente progresista. Un boletín editado por la organización citada nos ha informado de cuáles son los miembros españoles del precitado Comité Internacional, dato extraordinariamente interesante gracias al cual se puede comprender aún mejor el origen de ciertas actuaciones y actitudes.

 Según dicha publicación son miembros de dicho organismo internacional progresista íntimamente ligado al I-DOC famoso: Rvdo. P. Arias («Pueblo»), Rvdo. don Cipriano Calderón («Ecclesia»), Rvdo. D. R. Doucastella (ISPA, Barcelona), Rvdo. don José M. González Ruiz «Siglo XX»), Rvdo. don Jesús Iribarren («Ya»), don Enrique Miret Magdalena («Triunfo»), Rvdo. don Antonio Montero (PPC») y Prof. don Joaquín Ruiz Giménez («Cuadernos para el diálogo»).

 ¿Comentario? Es innecesario. Ya advierte el Evangelio que por sus frutos los conoceréis»... Solamente cabe recomendar que estos datos sean siempre tenidos en cuenta. (…)

 A . ROIG

  Revista ¿QUÉ PASA? núm. 206, 9-Dic-1967


sábado, 18 de octubre de 2025

Invocar el Vaticano II para fomentar huelgas

Artículo de 1967

  ¿Quién ha conferido a don Joaquín Ruiz-Giménez la facultad de invocar los textos del Concilio Vaticano II para la justificación y el fomento de las huelgas?

 La prensa, pero muy significativamente la revista «Destino» de Néstor Lujan, se hace eco del recurso visto ante el Tribunal Supremo por un asunto de despido, en el que actuó como abogado don Joaquín Ruiz Giménez. Este invocó el artículo segundó de la Ley de Principios del Movimiento Nacional—que tan frecuentemente olvida él en sus propagandas políticas—, por el que se declara que la legislación nacional se inspirará en la doctrina de la Iglesia.

 Según Ruiz Giménez, ha cambiado la doctrina de la Iglesia sobre la legitimidad y necesidad de la huelga cuando no hay otro camino para resolver los problemas obreros. El «Destino» de Néstor Lujan comenta: «Al abogado Ruiz Giménez le parece claro que hay en la sentencia recurrida una infracción de normas de rango constitucional

 A nosotros, también. Ya comprenderá «Destino» que no hay mucha fijeza en lo que parezca claro al señor Ruiz Giménez. Basta recordar que hace pocos años pedía la camisa azul y hacia elogios ardorosos de la Falange. Ahora, ¡para qué hablar! También le debe parecer claro propagar la «Populorum progresio», bien refocilado con sus credenciales patronales-capitalistas de bastantes Consejos de administración.

 Pero vayamos a lo de la huelga. La «Rerum novarum» llama a la huelga «mal frecuente y grave que perjudica no sólo a los patronos y a los mismos obreros, sino también al comercio y a los intereses del Estado». La «Cuadragésimo anno», de Pío XI, hace un elogio de la organización corporativa del Estado fascista de Mussolini, pues dice: «Igual que la unidad del cuerpo social no puede dejarse a la libre concurrencia de fuerzas.» Continúa Pío XI que por el nuevo orden corporativo de Italia «quedan prohibidas las huelgas; si las partes en litigio no se ponen de acuerdo, interviene la Magistratura. Con poco que se medite se podrá fácilmente ver cuántos beneficios reporta esta institución.

 Ciertamente que la Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual hace referencia a las huelgas con estas palabras: «En caso de conflictos económico-sociales hay que esforzarse por encontrar soluciones pacíficas. Aunque se ha de recurrir siempre a un sincero diálogo entre las partes, sin embargo, en la situación presente la huelga puede seguir siendo medio necesario, aunque extremo, para la defensa de los derechos y el logro de las aspiraciones justas de los trabajadores. Búsquense, con todo, cuanto antes caminos para negociar y para reanudar el diálogo conciliatorio.»

 No se necesita estar doctorado en ninguna disciplina especial para entender el sentido de la doctrina de la Iglesia sobre la huelga. El ideal de la Iglesia y del orden social cristiano es la concordia y las soluciones logradas con la negociación y estudio. En un Estado que no tenga regulado dicho estudio y negociación, por desgracia, puede llegar a ser necesaria la huelga. Este es el sentido de la doctrina de la Iglesia. El ideal es lo que dice la «Rerum novarum» y la «Quadragesimo anno». El Concilio habla de las situaciones de hecho de Estados carentes de estos órganos resolutivos. El ideal de la Iglesia y de su Moral es la moralidad de la mujer, pero de hecho los moralistas aceptan que un Estado, con sus debidas cautelas, puede tolerar la prostitución.  (…)

 Las huelgas, máxime en las circunstancias del mundo de hoy, y teniendo en cuenta la legislación española, difícilmente, en buena moral y con la doctrina conciliar en las manos, se podrán justificar. Primero, falta el «sincero diálogo entre las partes», el «esforzarse por encontrar soluciones pacíficas» y «buscar cuanto antes caminos para negociar y para reanudar el diálogo conciliatorio». Esto es lo que dice el Concilio. (…)

 ¿Cómo se permite que un letrado y ex ministro, a lo menos por los resúmenes que ha publicado la prensa, pueda presentar tan tendenciosamente un punto vital de la convivencia social? (…)

 Dice «Destino»: «Al señor Ruiz Giménez, como a nosotros, nos parecen claras unas cosas que, por lo visto, para otros no lo son tanto. O viceversa.» Se equivoca «Destino» una vez más. Las cosas son muy claras. La doctrina sobre las huelgas no es la que dice Ruiz Giménez ni «Destino», según la doctrina de la Iglesia. Los que piden huelgas y las fomentan son los locutores de Radio España Independiente. Y es la consigna de Santiago Carrillo en su libro «Nuevos enfoques a problemas de hoy».

 ¡Fíjense si están claras las cosas! Pero, vaya, confundir los textos del Concilio Vaticano II con los de Santiago Carrillo señala la auténtica pista de un señor Ruiz Giménez, que es el político español que ha recibido los máximos elogios del Secretario del Partido Comunista, de España publicados en el semanario comunista francés «France Nouvelle», de la semana 16-22 de diciembre de 1964.

 Ya ve «Destino» si vemos las cosas claras. Y si «Destino» en sus comentarios también aparece claro a qué clase de personajes patrocina. Brindamos esta interpretación documentada de la doctrina de la Iglesia sobre la huelga a aquellos magistrados que tengan que habérselas con señores letrados que se dediquen a «sermones» jurídicos y pseudoconciliares sobre la huelga.

 A. RECASENS SALVAT


Revista ¿QUÉ PASA? núm. 206, 9-Dic-1967

 


miércoles, 15 de octubre de 2025

Los seminarios, destruidos por el progresismo

Artículo de 1970 

  Seminarios de nuestros días

 Uno de los problemas más duros con que se enfrenta la Iglesia en nuestros días es el de los seminarios, víctimas, por lo general, de la furia destructora de los progresistas.

 Es cierto que nuestros viejos seminarios necesitaban una reforma. Sus principales defectos eran la falta de evolución y el anquilosamiento; la reglamentación tan estricta, que parecía hecha para aniquilar la personalidad de los alumnos: la falta de métodos aptos para transmitir a los demás la Teología… No obstante esto, la institución era muy buena. Rindió muchos servicios a la Iglesia y podía continuar rindiéndolos.

 Al publicarse el decreto del Concilio Vaticano II sobre la formación sacerdotal, muchos creímos hallarnos ante una época de nuevo florecimiento de los seminarios. En efecto, el documento insiste en las prácticas de piedad tradicionales, en el celibato, en el reglamento, en la disciplina… Se mantienen en su vigor las viejas normas, con las adaptaciones que imponen las actuales circunstancias.

 Los intentos renovadores no tardaron en llegar y, dado lo trascendental que es la educación de los futuros clérigos, los progresistas trataron y consiguieron, generalmente, adueñarse de la dirección de los seminarios. La interpretación de las normas conciliares es, en ellos, sumamente caprichosa y aun contraria a la mente de lo preceptuado, según se va poniendo de moda en nuestros días.

 De esta forma, empezaron a suprimir las prácticas de piedad y pronto fueron desapareciendo los ejercicios espirituales anuales, los actos del mes de mayo, el rosario, la meditación, el examen de conciencia, la misa diaria… y esto durante el año escolar, porque, en vacaciones, tampoco ayudan, como antes, a los párrocos en el ministerio apostólico, ni llevan, generalmente, vida de piedad alguna, según han observado las gentes.

 Negando, contra todas las normas conciliares y de la más elemental pedagogía, la posibilidad de la vocación sacerdotal en los años de la niñez, han convertido los seminarios menores en centros de bachillerato, donde abundan muchachos vestidos de ye-yés y con largas pelambreras y frecuentando lugares de los que debían de estar ausentes. Su piedad es muy poca y muchos acaban saliéndose masivamente al terminar sus estudios medios.

 A veces van a clase al Instituto y, otras veces, las reciben en el seminario, dadas por profesores o profesoras seglares, a veces con muy poca religión.

Quizás muchos niños fueron llevados por sus padres el seminario para que hicieran, por un módico precio, su bachillerato, pero la mayoría fueron siguiendo la llamada misteriosa de Dios y con deseo de entregársele y, al cabo de algún tiempo, se salen, defraudados del ambiente mundano que allí encuentran. Los jóvenes son sinceros y quieren las cosas claras.

 Ni los nuevos planes de estudio, ni la consideración que merecen los que no perseveran, justifican la desaparición del tinte de plegaria y abnegación que debe presidir toda la vida del seminario menor.

 En los seminarios mayores juega mucho más la cuestión ideológica. De cómo andan las cosas por los seminarios de nuestra patria son vivo exponente las declaraciones de la junta de seminaristas tenida, a finales del pasado año 1969, en Ávila. Mayoritariamente allí llegan a manifestar su deseo de abolir la diferencia del sacerdote del resto de los hombres del mundo en cuanto a diversiones, vestimenta, ocupaciones etc. Piden el trabajo profesional y la abolición del celibato y manifiestan su desacuerdo con las estructuras de la Iglesia. Casi todos ven la necesidad de cursar estudios civiles.

 Una victoria, bien triste por cierto, lograda por los progresistas, ha sido el haber formado así a esa juventud que se prepara para el sacerdocio, sin que en el mismo vean un ideal capaz de llenar por completo su vida; ni estén dispuestos a aceptar la estructura de la Iglesia ni la disciplina que ésta impone.

 Como ese modo de caminar es inseguro, no es de extrañar que muchos abandonen también el seminario en los últimos años de carrera. No creen que valga la pena entusiasmarse por un sacerdocio que tan poco representa para ellos.

 Precisamente ahora, que tanto necesita el mundo que se le hable de lo que nadie le habla, es cuando quieren que el sacerdote sea como un hombre cualquiera. Cuando el trabajo en la mies es tanto y tan urgente, es cuando quieren que los operarios se dediquen a otra cosa.

 En cuanto a la cuestión dogmática también habría mucho que decir, porque ni todas las doctrinas que aprenden nuestros jóvenes son trigo limpio; ni el legado cultural, acumulado por la Iglesia durante siglos, representa para muchos más que un peso muerto que hay quitarse de encima.

 De esta forma las rebeliones en seminarios están a la orden del día. Las leemos, de cuando en cuando, en los periódicos: Salamanca, Astorga, Toledo, Barcelona, San Sebastián… Después de los escándalos hay concesiones, pero el mar de fondo es más profundo: mina sin tregua, socava… Me pregunto: ¿por qué el año pasado (1969) los seminaristas de Pamplona se negaron a ir a la procesión del Corpus? ¿Será porque les diga mucho el homenaje público a la Eucaristía? ¿Hicieron eso insinuados por algún profesor?

 El mal, pues, está metido en la entraña. Se trata de algo más que de una crisis de crecimiento o de una etapa de renovación; y, naturalmente, más que declaraciones ambiguas se imponen unas medidas adecuadas.

 Los autores de esta mentalización lamentable de nuestros seminaristas achacan exclusivamente la despoblación de los seminarios mayores a “las circunstancias del mundo pagano en que vivimos”. Hay algo más que considerar.

 Esté el mundo paganizado o no lo esté y sean las gentes ricas o pobres, Dios Nuestro Señor siempre dará vocaciones sacerdotales a su Iglesia: responsabilidad enorme será el deformar las pocas o muchas que haya.

 Santos San Cristóbal, sacerdote


Revista FUERZA NUEVA, nº 168, 28-Mar-1970

 

martes, 14 de octubre de 2025

Empeño de descatolización

 Artículo de 1976

 EMPEÑO DE DESCATOLIZACIÓN

 A despecho de lo que proclama la mayoría del Episcopado español, si bien se mira, su comportamiento es oscurantista: lo mismo que propugnan el respeto ilimitado y liberal de los derechos humanos y civiles sin preocuparse, primero, de definir y respetar los derechos humanos y eclesiales de los sacerdotes, religiosos y seglares, así también predican luz y taquígrafos para la verdad y las opiniones políticas, pero no permiten la luz y los taquígrafos para la verdad y opiniones religiosas; ni que conozcamos los documentos que van a debatirse en la asamblea episcopal, ni mucho menos, la pluralidad de sentencias que en tales debates se expresan. Resulta así que los obispos llamados posconciliares son como los doctores de la ley judaica, denostados por Jesucristo porque no practican lo que predican.

 Ha llegado a mí una ponencia que va a ser presentada a la asamblea de la Conferencia Episcopal Española de finales de febrero, y cuyo autor es el obispo auxiliar de San Sebastián, José María Setién, texto que coincide doctrinalmente con las tesis avanzadas del obispo cuando no pasaba de ser simple teólogo. ¿Ha querido Pablo VI canonizar su teología disolvente al nombrarle obispo?

 A este documento heteróclito y contradictorio, que no quiere ser considerado a la luz pública, le viene pintiparado el juicio formulado por el miembro de la Comisión Teológica que asesora al papa, P. Louis Bouyer, en su reciente libro «Religiosos y clérigos contra Dios»: “La actual crítica de lo religioso y lo sagrado por los mismos clérigos tiene grandes pretensiones pero las justifica muy mal. En ella se nos interpela con un tono perentorio en nombre del pensamiento científico, del cual se pretende decirnos la última palabra. Pero es demasiado claro que de las ciencias invocadas no tienen aquellos clérigos más que un barniz periodístico”.

 La ponencia sometida a consideración de los obispos responde a un cuestionario que, en primer término, “trata de descubrir las líneas que parecen dirigir la evolución político-social de la sociedad española, a partir de la proclamación del Rey Juan Carlos I”. En segundo término, el autor responde a la preocupación de “ver cuál ha de ser la posición que la Iglesia ha de adoptar ente la evolución social”.

 Pero enseguida se echa de ver que las líneas por las que él cree que discurre la sociedad española y el futuro secularizado que él contempla y quiere por razones “teológicas” y pastorales es puro subjetivismo. Porque es evidente que ni él pone a contribución en su trabajo las ciencias positivas que podrían utilizarse ni tampoco están ellas en situación de poder determinar por dónde discurrirá la vida pública española ni en el futuro inmediato ni más remoto... Sólo Dios sabe por dónde discurrirá nuestro futuro; lo demás, las lucubraciones futurológicas de los obispos son pura fantasía.

 Sobre el futuro de España no saben nada nuestros obispos… a menos que nos empeñemos, como parece ser el designio de mons. Setién y de alguna personalidad vaticana, en descatolizarla, en extirpar violenta o solapadamente lo que este obispo gusta de llamar “nacional-catolicismo”…

 ¿Por qué se han de ocupar los obispos de conocer y evangelizar el futuro –que no conocen- si apenas evangelizan el presente, sobre el que tienen misión de apostolado?... ¿Y quién será capaz de conciliar, en cinco días, los ochenta documentos, los ochenta intelectos de los prelados que concurran a la asamblea, tanto más cuanto se aprecia una ruptura clara entre obispos como mons. Tarancón, y mons. Setién frente a mons. Temiño, mons. Blanco, mons. Guerra Campos o mons. Barrachina? Porque: ¿con qué Iglesia nos quedamos, la del cardenal Tarancón en su “homilía a la Corona” y la Declaración de Derechos Humanos o la de mons. Guerra Campos, en su carta pastoral sobre la “Monarquía católica”?

 En resumen, este documento de mons Setién que se propondrá a la asamblea de obispos españoles a fines de febrero contiene como notas relevantes: la similitud con la metodología de Marx; la subjetivización de lo Revelado; el anarquismo eclesial; y un nuevo cristianismo servil a un mundo laico, secularizado, científico y racional…

 El documento responde al pensamiento de mons. Setién, de mons. Palenzuela, del canónigo González Ruiz, de Ruiz-Giménez, de Enrique Miret, los cuales pretenden descatolizar España, no se sabe por qué, ni para qué, ni en beneficio de quién, como si la Iglesia se hubiera equivocado desde el siglo IV acá…

 Eulogio RAMÍREZ

 

Revista FUERZA NUEVA, nº 478, 6-Mar-1976


lunes, 6 de octubre de 2025

El latín, desterrado de la Iglesia y la enseñanza

 Artículo de 1970

 

  Ante la futura Ley de Educación

 «RAZA LATINA»

 Escribe MARCELINO OLAECHEA, Arzobispo dimisionario de Valencia

 Con sinceridad, sin empaque ni en gestos ni en palabras, con natural sencillez, habló por televisión el señor ministro de Educación y Ciencia, pidiendo la cooperación de todos para que el Proyecto de Bases de una Política Educativa -abierto de par en par a la crítica- llega a ser pronto una consoladora realidad.

 Le oí con gusto y sentí el gozo de coincidir con él. El Libro Blanco abre nuevas rutas a la educación, y las abre con tal acierto y anchura que merece sincero aplauso.

 Trabajador animoso en tantos años de mi vida por los fueros de la sana libertad de enseñanza y la mayor cultura en particular de los económicamente débiles, no puedo dejar de acudir a la llamada del señor ministro, aunque no tenga mi esfuerzo más valor -pero éste sí lo tiene- que el de mi amor a la educación y la ausencia de todo interés personal y de grupo.

 Pongo mi granito de arena en la obra, rogando a los procuradores en Cortes llamados a discutir el Proyecto que pasen al artículo 24 como materia común del Bachillerato las llamadas “Humanidades” y, en particular, la lengua latina que consta en el artículo 25 como materia optativa.

 Rompe mi ruego una lanza en la mejor compañía: la de la Real Academia Española, cuya propuesta hacen, sin duda, suya, la Comisión Episcopal de Enseñanza, la FERE y tal vez la mayoría de catedráticos y profesores de Educación Media.

 Reservando a mejores plumas que la mía la exposición de las razones, muchas y graves, que militan en favor de mi ruego -buen conocimiento de la ortografía y del sentido de nuestras palabras, lectura, en sus fuentes, de nuestros antiguos historiadores, filósofos, juristas, moralistas, disciplina y ornato de la mente por una estructura gramatical férrea y por una belleza en prosa y verso que ha influido más que ninguna otra en la cultura occidental- quiero recordar con estas líneas lo atrás que dejamos los clérigos la enseñanza y uso del latín, por si este recuerdo sirve para dar los pasos que procedan y merecer, con título más fuerte, la inclusión en el bachillerato de la augusta lengua como materia común, con la intensidad y en los cursos que sean más a propósito para que su enseñanza no sólo no estorbe, sino que ayude a las otras materias, según aconsejaría hoy nuestro Quintiliano.

 Abro con buen humor las puertas al recuerdo. Me contaron, “se non è vero è ben trovato”, que durante la República, un buen hombre, que no olía ciertamente a cera ni a letras ni a ciencias, pero que tenía pulmones de bronce, atronaba la calle del pueblo gritando: “¡Abajo la raza latina!” Al preguntarle un vecino, no tan acre como él, pero horro como él de letras y ciencias, quién era la tal “Raza latina”, le espetó olímpicamente, pasmado de la ignorancia del otro y sin mirarle siquiera la cara: “¿Quién va a ser, hombre, quién va a ser…? ¡Los curas!

 La verdad es que hoy tendría que sudar un poco el buen hombre para dar con su “Raza latina”. A ella se dirigen, con respeto, a mis líneas.

 En los Seminarios menores, al adoptar -y procedía hacerlo- el bachillerato oficial, el montón de materias exigibles con sano rigor a los Tribunales de grado, merma, de no estar muy alerta, el interés y el tiempo para la enseñanza de aquel latín que “capacite a los seminaristas para entender y usar las fuentes de no pocas ciencias y los documentos de la Iglesia”, según pide el Concilio (OT, 13); de aquel latín del que dijo Pablo VI que ha de ser lengua común de los clérigos de la Iglesia.

 En los Seminarios mayores, con raras y honrosas excepciones, se aduce la exigencia de mayor claridad o de mejor pastoralidad para no dar ni exigir las lecciones en latín tal como está prescrito respecto a las materias estrictamente eclesiásticas. Supongo que a los profesores les puede más que la línea del menor esfuerzo, la ignorancia del latín en los alumnos.

 No encabeza ya los sermones, como anuncio de tema, la cita en latín de un versículo de la Sagrada Escritura, ni salpican otros latines la pieza oratoria. No es para llorar esta ausencia, no. Me ciño a dar fe de ella.

 Se ha desterrado el latín, virtualmente todo el latín, de la liturgia de rito latino, a pesar del Concilio (SC, 36) que dice: “Se conservará el uso de la lengua latina en los ritos latinos, salvo derecho particular”.  

 Doy también fe, pero con amargura. Ha salido empujado al destierro por la puerta que han dejado entornada otros párrafos del artículo citado, merced a la anchura del Consilium que viene concediendo tantos y tantos derechos particulares, urgido por “la competente autoridad territorial”, en aras de la que se cree una pastoralidad mejor.

 Recuérdese que esos derechos particulares son privilegios; y que los privilegios ni son leyes ni normas que obliguen. Son renunciables.

 Presentadas por la Conferencia Episcopal a la Santa Sede y aprobadas por ella, corren en España las versiones litúrgicas a las lenguas vernáculas: a la vasca y a las romances catalana, gallega, valenciana. Puede ser que el impulso de la creída mejor pastoralidad logre de la Santa Sede la versión del latín a otras lenguas vernáculas, v. g. : la bable, la extremeña… Rematan a la augusta madre hasta sus propias hijas.

 Respetando el parecer de todos, pienso, desde la altura de mis años, en el porvenir del pueblo fiel y me pregunto a mí mismo y no sin angustia:

 a) En primer lugar, ¿contribuirá la ausencia del latín a la ansiada creación de la verdadera Europa? Se ha escrito de reciente en España: “Nosotros no hacemos más que echar la culpa al protestantismo de haber desgarrado la unidad de Europa, pero bien poco hacemos para restablecerla. Es más fácil echar culpas que echar puentes, y ¡qué magnífico puente romano era el latín!

 b) ¿Contribuirá a la mayor unión de los clérigos y laicos de la Iglesia católica de rito latino la ausencia del latín en su liturgia?

 c) Contribuirá la mayor unión de clérigos y laicos de España la ausencia del latín y la profusión de las lenguas vernáculas en ella?

d) Entraña tan gran dificultad como se pregona el hacer que el pueblo de Dios tome en la liturgia toda la parte activa que ella le reserva, desarrollándola en latín, salvar las normas que fije la jerarquía –hoy, las lecciones y pasajes evangélicos de la Misa- por medio de publicaciones bilingües y, sobre todo, por la previa traducción, hecha vida, en la palabra del pastor?

 e) ¿Es, por otra parte, esencial que el pueblo de Dios pare mientes en las palabras que dice para que le entienda Él, que es lo esencial? “Si hablando estoy enteramente entendiendo y viendo que hablo con Dios con más advertencia que las palabras que digo, junto está oración mental y vocal”. Así nuestra gran Teresa en el capítulo 22 de su Camino de Perfección.

 f) El misterio de una lengua muerta, lengua augusta que vivió siglos atrás en los labios de nuestros mayores y honró la pluma de nuestros pensadores, ¿no tiene un quid providencial que nos empuja a Dios?

 g) En fin, la inalterabilidad de la lengua latina, matemática y música, al pairo del oleaje de las lenguas vivas ¿no es garantía total de ortodoxia?

 Si mis pobres palabras mueven a pensar a algún hermano, de plenitud o no plenitud de sacerdocio, y le persuaden a dar pasos atrás para coger de la mano al desterrado latín y aventando hasta el polvo de las ostras, lo introduce con todo el honor en las aulas e iglesias de mi Patria… no habrán sido estériles.

 Termino. España anda y seguirá dando pasos de gigante en el conocimiento y uso de las ciencias de la materia; pero por muchos y largos que sean, irá a la zaga de los pueblos sajones. En las ciencias del espíritu, estuvo y debe estar a la cabeza. Que siga siendo el latín el mejor introductor a ellas en la Patria de Isidoro, de Nebrija, de Vives…

 “Estará bien que lo pensemos -dice con donaire en el Prólogo el autor de Perlas Antiguas- hoy, que nos encontramos, escudilla y sombrero en mano, llamando a las puertas del Mercado Común, de un consorcio europeo donde España no se quitaba el sombrero antaño.., aun cuando los españoles sabíamos echar tacos en latín… y Europa nos entendía”.

 La Iglesia de rito latino conservó sin fisuras el latín hasta nuestros días, considerándolo lazo de unión y lengua común de sus hijos en la liturgia, a pesar de la diversidad de lenguas y aún de razas. Lo conservó para transmitir a sus clérigos la cultura sacra, mientras iba decreciendo el latín en la cultura profana.

 Vuelva el latín con todos los honores a la “Raza Latina” de mi cuento; y vuelva a urgir nuestra cultura hispana y vuelva a ser, como cantó Menéndez Pelayo en la Oda a Horacio: “…calma y serenidad, dulce concierto -de cuantas fuerzas en el hombre moran- eterna juventud, vigor perenne- los pueblos despertando a nueva vida -vida de amor, de luz y de esperanza.”


Revista FUERZA NUEVA, nº 167, 21-Mar-1970

 

sábado, 4 de octubre de 2025

Sobre los “curas obreros”

 Artículo de 1967

  EL CATOLICO DE LA CALLE NO ENTIENDE LO DE “CURAS OBREROS"

 Torna a ponerse de actualidad la famosa cuestión de los «sacerdotes obreros». En Francia, cuna de esta moderna modalidad sacerdotal, se prepara una nueva experiencia de sacerdotes obreros para 1969. Así lo aseguró hace unos días en París a los periodistas Monseñor Frossard, en nombre del Cardenal Veuillot. Por cierto que este mismo Monseñor afirmó que la experiencia primera de hace quince años dio un resultado «francamente positivo, ya que aquellos curas obreros dejaron su impacto y su huella en el mundo obrero...»

 Desde luego, el resultado fue francamente positivo para el mundo obrero, para el mundo obrero comunista, claro es. Porque para el mundo católico, para el mundo sacerdotal y para el mundo piadoso, fue escandalizante, verdaderamente catastrófico. Quince o veinte de aquellos sacerdotes dejaron el sacerdocio y se pasaron al Comunismo. Más de cuarenta perdieron el espíritu sacerdotal, se aseglararon y hasta algunos se echaron novia y se casaron por lo civil. Y el resto tornaron a sus lares parroquiales, sin pena ni gloria, después de haber hecho solemnemente el ridículo ante sus compañeros de trabajo que vieron su ineptitud profesional porque no sabían una palabra de los menesteres del oficio, y también ante los fieles que quedaron nada o menos atendidos en sus demandas espirituales.

 Si a todo eso el Monseñor francés llama resultado «francamente positivo», francamente también no lo entendemos. Este elegante Monseñor o está equivocado o está mal de la vista. No así opinó la Santa Sede cuando ordenó desautorizar tal experiencia sacerdotal y dio unas normas rígidas y graves a que se habían de atener ulteriores experiencias. 

Estas determinaciones pontificias no debieron tener un éxito muy rotundo, que digamos. Porque los curas franceses persistieron en su actitud, y su ejemplo pasó a España. Cosa ya desfasada, pues hace ya muchos años que los españoles habíamos dejado de ser imitamonas de los franceses. Y así surgieron en estos años, acá y allá, en Barcelona y Madrid principalmente, curas cerrajeros, curas electricistas, curas albañiles, y hasta un cura taxista en Madrid, trabajando en «taxi» propio, lo que en medio de todo hay que alabar, porque más sincero y menos hipócrita es dar la cara y trabajar en «taxi» propio que no poseer en propiedad uno o varios taxis; y para disimular la cosa pagar a un asalariado para que lo trabaje, como hacen algunos reverendos presbíteros que conocemos.

 Lo hemos dicho alguna vez desde estas mismas columnas, y nos atrevemos a repetirlo. Este embeleco de los «curas obreros», que inventó el clero francés, es un perder el tiempo –y no hay derecho a perder el tiempo en la actividad apostólica de la Iglesia- y un sacar de quicio la sagrada profesión sacerdotal.

 Se nos antoja que con los «curas obreros» pretendióse resolver, o, por lo menos remediar, dos problemas que, desde ha mucho, vienen inquietando a la Iglesia: el problema social o de las relaciones de obreros y patronos, y el problema de la apostasía de las masas obreras.

 Pues bien, ni uno ni otro resolvieron o mejoraron los consabidos curas.

 Haciéndose obreros, y menos obreros de pega, como lo fueron, nada consiguieron con respecto a la mejora de las relaciones entre obreros y patronos. Pues no se sabe que, con su presencia en fábricas y talleres, disminuyeran las apetencias desmedidas de los obreros ni aumentara la productividad de los mismos. Entonces, ¿no hubiera sido mejor que se hicieran, en vez de curas obreros, «curas patronos», puesto que la solución del problema social estriba en gran parte en que los patronos cumplan sus deberes de justicia social para con los obreros? Mas esta solución tendría también un grave inconveniente. Los obreros aumentarían sus recelos contra la Iglesia: creerían que los curas se pasaban al bando de los patronos explotadores.

 Y por lo que se refiere a a tan llevada y traída «apostasía de las masas obreras», todavía no sabemos qué masas obreras han vuelto a la Iglesia porque unos cuantos curas se hayan quitado la sotana y puesto un mono de trabajo, o hayan abandonado sus menesteres ministeriales para ir a un taller o fábrica a hacer tornillos, lugares donde jamás se les echó de menos. Porque donde el obrero y todo fiel cristiano, rico o pobre, quiso siempre ver al sacerdote fue al pie de la cama del enfermo pobre, o en el fondo del tugurio miserable, o enseñando el catecismo a Jos pequeños, o simplemente rezando junto a los Sagrarios abandonados de las iglesias, porque se habla de que las gentes ya no visitan al Santísimo y son los curas los primeros que no lo hacen…

 Sí, los «curas obreros» no remediaron la apostasía de las masas obreras. A lo más tal vez consiguieron llevar a la iglesia a algún compañero de trabajo, más por la simpatía personal que por convicción sincera. Por aquello de que «¡hombre, me gusta este cura por lo machote que es, porque con él se puede alternar en todos los sitios y hablar de todo, incluso de mujeres!»...

 ¡Menguadas conquistas apostólicas, las .de los «curas obreros»! Con razón las llama «impacto o huella» el mencionado monseñor Frossard, que impresionan de momento, halagan un tanto a la galería, pero que dejan intacto el problema de fondo. Y sobre todo, que no compensan el mal efecto que causa en las almas rectas, en los espíritus bien formados, el ver a un sacerdote dedicado a menesteres para los cuales no fue creado, totalmente desquiciado de su vocación y de la ejemplaridad de su vida sacerdotal.

 Trabaje el sacerdote siquiera las ocho horas diarias, como hace un obrero. Pero que las trabaje en lo «suyo», esto es, en la oración, en el estudio, en el confesonario, visitando y socorriendo enfermos, instruyendo a grandes y pequeños en las verdades de la fe, dando a todos el ejemplo de su pobreza, de su trato sencillo, etcétera, y ya se verá cómo para adueñarse de las masas y llevarlas a Dios, de manera más eficaz, no es menester que se haga obrero, obrero material. Bastará que sea en todo momento un auténtico y espiritual obrero en la Viña del Señor, que no es precisamente el taller de la esquina o la fábrica de Villaverde Bajo.

 Además —y repetimos conceptos ya expuestos en otra ocasión— si este modernísimo y sugestivo apostolado sacerdotal fuera tan beneficioso para la Iglesia y para las almas, como dicen sus defensores y practicantes, ¿cómo los Papas lo han omitido en sus encíclicas sociales y cómo el Concilio lo ha silenciado y también el Sínodo episcopal, y cómo los obispos no crean en los seminarios escuelas de instrucción profesional —más o menos aceleradas— para que los seminaristas sean el día de mañana no sólo buenos sacerdotes, sino también expertos torneros, fresadores, soldadores, electricistas, albañiles, etc..? ¿Habrá que suponer un fallo, un tremendo fallo, en las previsiones pastorales de la Iglesia?...

 Estas  y otras preguntas se hace el católico de la calle. Porque no entiende, no entiende esto de los «curas obreros». 

GARCINUÑO


 Revista ¿QUÉ PASA? núm. 205, 2-Dic-1967


martes, 30 de septiembre de 2025

Desacralización: complejo católico

 Artículo de 1970

  DESACRALIZACIÓN: COMPLEJO CATÓLICO

 Es necesario decirlo abiertamente; nunca como hoy se quiere vivir de una autenticidad tanto más auténtica cuanto más proclamada a todos los vientos, cuanto más puesta a saldo y almoneda. Digámoslo, pues, abiertamente: hoy existe un número notable de católicos -de “cristianos”-, que viven el fenómeno de la desacralización con un lamentable complejo psicológico de inferioridad cultural.

 Por lo demás, la fenomenología de este complejo es simple: ante cualquier manifestación externa, sobre todo pública, de lo religioso, hay gentes católicas que se ponen coloradas; que se cohíben pudorosas; que dan explicaciones; que se justifican diciendo que todavía hay “rastros de una religiosidad medieval, y aún de la era constantiniana”. Los nombres religiosos de las calles; los hábitos de frailes, religiosos y sacerdotes; las procesiones; los crucifijos presidiendo locales públicos… todos esos restos de un gran naufragio religioso les producen vergüenza y hasta náuseas. Ante todo maridaje de lo religioso y lo profano, de los secular y sacro, de lo político y eclesial, de lo clerical y laical, de los castrense y militar, de lo económico y de la dotación del clero… se tapan ruborosos la cara y prorrumpen en altos gritos de protesta, de contestación: Queremos la pureza de la Ciudad Secular; queremos la pureza incontaminada de la Ciudad de Dios; no queremos el compromiso de ninguna de las dos; queremos que cada una de ellas viva su propio autonomía como autonomía de Dios.

 Este complejo busca y enarbola teorías como las imaginadas por Bonhoeffer, y bien orquestadas por Robinson y Cox, que precisamente no son católicos.

 Porque lo de menos sería el hecho mismo, indudablemente cierto, de una desacralización desbordante. Sin buscarle los orígenes tan lejanos -como hace Cox- allá en la historia de Israel que iniciaría un régimen “regal” precisamente como desvinculación de la teoría teocrática tradicional, el hecho no es demasiado complicado: la evolución misma del hombre en marcha siempre hace una posesión más completa de sí mismo y del mundo circundante. Llega un momento en que, si queremos, le podemos llamar “maduro” o “adulto” con un cierto espejismo lamentable. Porque “adulto” era el hombre griego del siglo de Pericles en relación con el griego de la “Polis”; y lo fue el romano del tiempo de Augusto en relación con el de Numa Pompilio; en cambio, nadie llamará adulto al hombre medieval en relación con el hombre clásico griego y romano; hasta que de nuevo la historia instaura una nueva medida desde el Renacimiento para acá. Sabemos que se trata de una madurez que dice relación a una tutela que hubiera ejercido la religión con el hombre, como si ya la religión misma no fuera un constitutivo existencial del hombre. De ahí que caemos fácilmente en el engaño de referirnos siempre a una religión “positiva”, a una institución social que se hubiera impuesto al hombre como un pedagogo conduce a un niño hasta la mayoría de edad y lo abandona a su suerte a su mayoría de edad.

 No tenemos necesidad ahora de descubrir las celadas que se arman en esa ficticia comprensión de las cosas. Las tres edades del hombre del positivista Comte responden ciertamente a “algo”: el homo religiosus, el homo metaphisicus y el homo positivus. Pero sobre todo responden o unos esquemas aprioristas hacia los que se quiere dirigir el destino de la humanidad. Un hombre, al que se supone “niño”, cuando es conducido por el sentimiento religioso; y luego “adolescente”, cuando fantasea por los reinos de la metafísica; y, finalmente, “adulto”, cuando positivísticamente se atiene sólo a los hechos, a “unos” hechos, los de la experiencia sensible, nos deja al hombre más deshumanizado que nunca. Y entonces la teoría y su montaje dan marcha atrás.

 En Bonhoeffer, el hecho de la secularidad presenta una mayor sinceridad, aun cuando sufra del mismo tremendo espejismo. Porque aceptar el hecho de la secularidad como algo irreversible, para instalarse definitivamente en él, es, para un cristiano, un derrotismo imperdonable, en el que uno se pasa con armas y bagajes al enemigo. Cox, por su parte, y toda la ruidosa y enormemente vacía “teología de la muerte de Dios”, aceptan y explican el hecho con la alegría irreflexiva de chiquillos, a los que va bien jugar con el fuego, lo mismo que hacer descarrilar un lujoso y solemne tren expreso.

 Pero, repetimos, el hecho cierto de la desacralización, con toda su tragedia, es lo de menos. Aunque sea grave por dos motivos: primero, porque en ella no es el hombre el que se salva, no es lo humano el valor que finalmente se alcanza; no es un verdadero humanismo el que se logra, o hacia el que se camina; no es la madurez humana la que se conquista, sino que nos colocamos ante la tentación rusoniana de una vuelta a la infancia, al tarzanismo, al salvajismo. La madurez humana con la que hoy se cuenta es un sueño que engendra niños tarados: todos los próximos futuros “enfants terribles”, en forma de ye-yes, de hippies o de psicodélicos drogados. Y esto sí que es irreversible si se parte de un hecho consumado, porque admitido en principio que no existen diques…

 Pero, además, el hecho de la desacralización es todavía más grave porque se está viviendo como un complejo “amado”, como un hobby fomentado, como una querencia irresistible, casi como un opio de adormidera, como una moda que se viste de metáforas e imágenes tentadoras de la última primavera, como un señuelo, en fin, al que nos entregamos sin resistencia. Y esto, no ya sólo por quienes, educados en las fronteras de lo humano, se cierran el techo aéreo en una perfecta inmanencia de tierra “que yo adoro” (Teilhard de Chardin); no sólo, decimos, por aquellos que han puesto una valla bien definida de un modo diríamos ptolemaico. Son también aquellos cristianos y católicos que aceptan el hecho en toda su desnuda crueldad y le sacrifican toda la venerable tradición cristiana.

 Todo este sacrificio de la “Civitas Dei” a la Ciudad Secular no sería posible sin un acomplejamiento lastimoso, cuyas notas fenomenológicas nos parece que son las siguientes:

 • Hoy lo religioso -todavía menos lo católico- ya no es algo que se puede vivir con elegancia. Y no pidáis a la coquetería razones, ni exijáis inútilmente el alargamiento de la minifalda… No se trata aquí del catolicismo vergonzante que producía la alharaca revolucionaria y liberal decimonónica, al reducir la religión al ámbito privado de la sacristía.

Se trata de algo más grave, precisamente porque es liviano, porque es intrascendente, de un nefando pudor, de un respeto cándido y comedido. De una sobrecarga efectiva que impide al gobernante “aparecer” en un acto religioso “para no comprometer la religión”, a una monja llevar algún metro más de tela, como hubiera convenido a su natural modestia, al cura “aparecer” lo que es… Porque, lo que, en última instancia, ha obligado a mudar esas “estructuras de segunda o tercera clase” (¡pero al fin estructuras!) de lo sacro en el catolicismo de nuestros días es esa bobalicona y acomplejada papanatería con que se contempla la Ciudad Secular. Y quiera Dios que nos demos pronto cuenta si otras estructuras de lo sacro, por ejemplo las litúrgicas, no están sufriendo el mismo complejo de la Ciudad Secular.

 • El hecho de la desacralización, además de como complejo de inferioridad, se está viviendo -segunda nota- “fatídicamente”. Yo diría que, hegelianamente, se piensa que la dialéctica del espíritu termina inexorablemente en una Ciudad Secular. Y que, sólo entonces, y prometeicamente, y pelagianamente, haremos la Ciudad de Dios. Este “dies fatalis” se cree tocarlo ya con las manos; con esas manos del hombre que han podido palpar el polvo crujiente y volcánico de la Luna. Todas las esperanzas mesiánicas renacen para los nuevos Prometeos de esta historia alucinante del hombre que se agranda hasta tocar los cielos.

 Ahora bien; el catolicismo no puede aceptar esta visión fatídica de una historia que, para él, será siempre un “juicio de Dios”; será siempre una historia sagrada. La obra agustiniana “De Civitate Dei” no traslada a un futuro imposible la victoria de Dios, por más que nos lance hacia un escatologismo cristiano en que la tensión misma no permite el descanso. Pero lo que absolutamente no permite es ese tremendo peso del derrotismo católico ante una Ciudad Secular avasallante.

 • Finalmente -tercera nota- en el hecho acomplejado de la desacralización moderna hay un espejismo dilacerante: el de creernos un hombre maduro, un hombre adulto, simplemente a causa de una ruptura entre el orden de lo institucional religioso, como estructura soportante, y el orden de lo simplemente humano, concebido ya redondo y acabado. Pero, evidentemente, en una época en que la “noosfera” teilhardiana parece que toca ya esa oscura e incierta nueva etapa de socialización redentora, no podemos llamar al hombre adulto; en una época que sueña todavía con todos los paraísos marxistas, tampoco; y, descendiendo a un plano concreto, en una tierra en que todavía se ven los escándalos de Biafra, Vietnam, Oriente cercano, y un miserable Tercer Mundo… mucho menos.

 Espejismo tras espejismo, vergüenza tras vergüenza, pudor acomplejado tras conciencia fatídica del próximo día fatal… el católico, hoy, arrastra una figura vergonzante como un rico que ha perdido la memoria de sus tesoros. Sólo un fuerte aldabonazo de su fe puede despertarle de su modorra-

 Mariano DE ZARCO


Revista FUERZA NUEVA, nº 16721-Mar-1970 

domingo, 28 de septiembre de 2025

Cómo votar en el referéndum (1978)

 Artículo de 1978

  ¿CÓMO VOTAR EN EL REFERENDUM?

 EL pueblo católico español vive un momento crucial y decisivo de su historia. La nueva Constitución hace tabla rasa del pasado y diseña un Estado en el que quedan arrancadas las raíces teológicas y filosóficas, y los principios morales de la nación española a través de veinte siglos. Es comprensible que este pueblo pida a sus maestros en la fe, los obispos, una orientación moral, con ocasión del referéndum, al que se hade someter la nueva Constitución.

 Actitud edificante de un pueblo, que acepta con fe el magisterio instituido por Cristo y desea ser guiado por él y acomodar su conducta a esas autorizadas enseñanzas.

 El magisterio, por su parte, reconoce que tiene el deber de ejercer el poder que Cristo te ha dado y de satisfacer la justa demanda del pueblo. El «voto (en el referéndum) afecta a la conciencia de todos los españoles, y justifica, por ello, una orientación pastoral de los fieles por parte de los obispos. La ofrecemos desde una perspectiva religiosa y moral» (nota de la Comisión Permanente del Episcopado, 28 de septiembre de 1978).

 El problema es el siguiente: hay que votar en bloque la Constitución: en bloque, hay que decir que «sí» o que «no».

 Pero en ese bloque hay piezas que no están conformes con la moral objetiva de la religión católica; entonces, el ciudadano católico se pregunta: ¿puedo en conciencia dar mi voto a la totalidad, que incluye normas inmorales? ¿O estoy obligado en conciencia a dar un voto negativo? ¿Puedo votar en blanco o abstenerme de votar?

 EXIGENCIAS MORALES DE TODA CONSTITUCIÓN

 Los obispos españoles creen que «una Constitución se justifica moralmente si salva, globalmente, estas o parecidas exigencias:

• Que ofrezca una base idónea para la convivencia civilizada de ciudadanos, partidos y fuerzas sociales.

• Que garantice suficientemente el ejercicio de los derechos humanos, de las libertades públicas y de los deberes cívicos.

• Que respete los valores espirituales del votante, en nuestro caso, la libertad religiosa y los principios cristianos (L. C. N.° 2).

 Ahora bien, en una Constitución puede suceder que claramente no se respete alguna de esas exigencias: en concreto, el católico puede ver claramente conculcados algunos principios morales de su religión o del Derecho natural. Se podrán también presentar dudas sobre esto: en el texto del articulado puede haber «ambigüedades», «omisiones», «fórmulas peligrosas».

 En estos dos casos, ¿qué debe hacer el católico, en conciencia? ¿Tolerar estas inmoralidades, ciertas o dudosas, en aras de un voto concorde? ¿O tolerarlas, para que, rechazada esa alternativa, no se presenten otras más graves? En otras palabras, si se rechaza una Constitución con los vicios indicados, ¿no se podría proponer otra peor?

 Por mi parte, no creo que la sola concordia en el voto justifique el voto en favor de inmoralidades. Y pienso que tampoco lo justifica el temor a una alternativa peor; porque si el voto de los católicos es suficiente para hacer naufragar una Constitución, creo que su poder político es también suficiente para impedir que se proponga o que triunfe otra peor.

 Esta opción en conciencia, que puede tomar a solas un teólogo o un católico culto, ¿es fácil que la tomen cada uno de los millones de votantes españoles? ¿Es ni siquiera posible, dada la falta general de formación y cultura religioso-moral?

 Y, en ese caso, ¿no es la Iglesia española la que tiene que iluminar la conciencia moral de los católicos? No comprendemos, por tanto, la afirmación de la nota de la Comisión Permanente: «En ninguno de los casos, debe suplantar la autoridad de la Iglesia, imponiendo a otros, por motivos religiosos, nuestra opción personal» (N.° 4).  

Tal afirmación me parece estrictamente contraria a la que se hizo en el N.° 1: «El voto (en el referéndum constitucional) afecta a la conciencia de todos los españoles, y justifica por ello, una orientación pastoral por parte de los obispos.»

 ANTE NUESTRA NUEVA CONSTITUCIÓN

 Las consideraciones anteriores son de índole teórica y general. Apliquémoslas al caso concreto de nuestra nueva Constitución. ¿Tiene cosas inmorales? ¿Tiene «ambigüedades», «omisiones», «fórmulas peligrosas»?

 Los obispos dicen: «No somos ajenos tampoco a las reservas que se le oponen desde la visión cristiana de la vida, v. gr., en materia de derechos educativos o de estabilidad del matrimonio» (N.° 5).

 Vale la pena insistir en los reparos que, desde un punto de vista cristiano, y aun humano, se pueden poner a la nueva Constitución. En su afán concordista o «consensual», carece de algo que han tenido hasta ahora casi todas las cartas fundamentales de las naciones, por ejemplo, la americana, tan democrática ella. Carece de una filosofía de la vida, de una cosmovisión: filosofía que incluya lo trascendente, a Dios. Se ha pretendido que la nueva Constitución, con su vacio ideológico, pueda servir para todas las filosofías de los grupos españoles. Naturalmente, ese vacío lo llenarán los grupos que detenten el poder con sus filosofías, sin las que no puede vivir un partido. Lo que significa que, con esta Constitución, se podrá gobernar, según el turno de los partidos, en católico y en comunista, pasando por los estratos intermedios, es decir, haciendo dar bandazos a la nación a diestra y a siniestra. iMagnífica manera de perpetuar y agravar legalizándolas, las divisiones ciudadanas, que se pretendía eliminar con esta Constitución aséptica!

 La Constitución ignora los deberes de la sociedad para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo. Deberes que solemnemente proclamó el Concilio Vaticano II, y cuyo cumplimiento los católicos españoles deben exigir. Sobre todo, los obispos.

 La Constitución no reconoce claramente los derechos humanos en lo que se refiere a la enseñanza.

 La Constitución prepara el camino para una legislación divorcista: legislación no meramente permisiva, sino constitutiva de un derecho a nuevas nupcias, directamente contrario a la voluntad de Dios.

 Ante estas y otras reservas, que se oponen a esta nueva Constitución, en nombre de la visión cristiana de la vida, los católicos, perplejos, no saben cómo votar en el referéndum: ¿tienen obligación de rechazar tal Constitución? ¿La pueden aprobar, en busca de la unión y concordia de todos los españoles; o también porque, si la rechazan, puede venir otra peor? En esta angustia de conciencia, parece claro que la inmensa mayoría de los españoles no son capaces de juzgar si es voluntad de Dios que prevalezcan los principios cristianos o que prevalezca la concordia nacional; no son capaces de juzgar si, rechazada la Constitución, le sucederá otra peor, o no. Incluso, aunque tal alternativa fuera posible, no son capaces de juzgar si tal previsión les obliga en conciencia a votar a favor de esta Constitución, o si pueden —o tal vez deben— rechazarla, porque no es cierto ni mucho menos que haya de prevalecer otra peor, y, en cambio, es cierto que ahora votan una Constitución inmoral.

 En esta aporía, los católicos piden orientación a la Iglesia española. Los obispos habían dicho que debían responder a esta petición (N.° 1). Líneas adelante, dicen que la autoridad de la Iglesia no debe suplantar la decisión de otros, imponiendo por motivos religiosos su propia opción (N.° 4). No parecen muy coherentes estas dos manifestaciones. Por fin, en el N.° 5, los obispos, sin decir si la Iglesia tiene una opción en pro o en contra de la Constitución, dejan a los católicos libertad de acción, siguiendo el dictamen de su conciencia y sus legítimas preferencias políticas. Lo cual parece que es dejar de nuevo a los fieles en la estacada y no responder a su consulta; consulta necesaria y obligada, como hemos visto.

 Pero una cláusula sibilina parece descubrir algo del juicio de los obispos sobre la moralidad del voto. Dicen que no hay motivos que les obliguen a imponer o prohibir, en conciencia, una forma determinada de voto, es decir, el «si» o el «no».

 Esto parece decir que el católico español puede, en conciencia, aceptar o rechazar la Constitución; que en ningún caso falta a la Moral cristiana: «La Iglesia respeta su opción» (N.° 5).

 Pero, ¡atención!, esto no es afirmar que ambas opciones quepan OBJETIVAMENTE dentro de la Moral; sino que «no se dan motivos determinantes para que indiquemos o prohibamos a los fieles una forma determinada de voto»; que aunque, en tesis, una forma fuera inmoral, en determinadas circunstancias, «en hipótesis» podría no ser inmoral; que cada uno vea en su conciencia si, de hecho, puede votar tales supuestas inmoralidades.

 Mas, ¿no es esto precisamente lo que el pueblo, con todo derecho, preguntaba a sus obispos y lo que éstos se propusieron responder con esta nota de la Comisión Permanente? ¿No estamos ante una evasiva, una sutileza que deja perplejo al pueblo católico español, que quiere saber si con su voto ofende a Dios o no, si daña o no a la religión católica y a su patria?

 • • •

Ante esta respuesta, nos parece procedente sugerir la opción que creemos acertada. No se trata de una orientación magisterial, sino doctrinal, que vale tanto cuanto valga su fundamento racional.

 Se aducen dos razones para justificar un voto positivo a una Constitución que contiene cosas inmorales: la concordia ciudadana y el temor a una Constitución peor. Ya hemos dicho que estas razones no nos parecen convincentes.

 Por tanto, parece que un católico consciente no tiene otra opción que dar un voto negativo en el referéndum.

 Tal vez podríamos deducir esta opción de las mismas palabras de la nota episcopal: es claro que, en principio, hay que votar conforme a la Moral. Solamente razones claras y ciertas de bien común (un mal mayor a evitar) pueden justificar y aun hacer obligatoria la tolerancia de un mal moral: en este caso, la tolerancia de la Constitución, dándole voto positivo. Pero dicen los obispos que no es claro que haya un mal común mayor que sea necesario evitar votando la Constitución. Entonces, parece claro que hay que atenerse a la tesis, al voto en favor de la Moral, al rechazo de la Constitución, emitiendo un voto negativo.

 Juan Calzada S. J.

 

Revista FUERZA NUEVA, nº 615 ,21-Oct-1978

domingo, 21 de septiembre de 2025

Orientación desorientativa de los obispos

 Artículo de 1978 

 ORIENTACIÓN DESORIENTATIVA DE NUESTROS OBISPOS

 EL reducido número de obispos españoles integrantes de la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española ha hecho pública una «nota» para «orientación pastoral de los fieles... desde una perspectiva religiosa y moral, completando lo tratado en documentos anteriores». La nota es tan vaga, tan ambigua, tan desorientativa que si recurriéramos a «documentos anteriores» del episcopado no difícilmente podríamos demostrar la contradicción existente entre lo que nos enseña y deja de enseñarnos ahora el Magisterio de estos obispos y lo que nos enseña el documento de otros obispos de ahora y de antes, a través de sus cartas pastorales individuales o colectivas. ¡Tan deficiente es el magisterio de las notas!

 Antes, cuando el Episcopado español no se había organizado (o desorganizado) en Conferencia, cada obispo en particular o los metropolitanos, y a veces todos los obispos en general, nos dirigían profundas, claras y exhaustivas cartas pastorales por donde los católicos españoles podíamos ver con claridad, sin ambigüedades, ni contemplaciones, ni ambages lo que la moral católica imperaba en cada momento, al traducirla desde el Evangelio y desde la teología hasta la circunstancia concreta de España. Ahora, desde el Vaticano II, las encíclicas y las cartas pastorales han caído en desuso y, con ello, en lugar de orientarnos, se nos desorienta a los católicos. Este es el caso de la nota del 28-IX-78.

 • • •

Yo no sé bien qué pretenden significar los obispos cuando denominan a su comunicado «orientación pastoral». Parece como si eso quisiera decir que los pastores, con esa orientación, nos condujeran a la grey de los católicos a los buenos pastos; colectivamente, como llevan los pastores a su rebaño. Sin embargo, los obispos con esta nota nos dicen que cada cual puede ir a apacentarse por sí mismo en la dirección que quiera: que puede votar contra la Constitución, que puede votar a favor de ella, que puede abstenerse de votar o votar en blanco. Y eso nos lo dicen «desde una perspectiva religiosa y moral», desde el primer punto de la Nota.

 Ya en el tercer punto, los obispos efectúan una reducción. Ya nos hablan de cuando una Constitución se justifica amoralmente», no cuando se justifica desde un punto de vista religioso. Como se ve, este grupo de obispos españoles —que no comprometen a toda la Iglesia— no sólo intentan secularizar España, sino que aceptan la tesis secularista (desechan la tesis católica) para enseñarnos cuándo está justificada una Constitución. Estos obispos, si bien se mira, justifican a una Constitución no con criterios específicamente católicos, sino con los mismos criterios que la justificaría un ateo liberalista.

 Más claramente, los obispos han querido olvidarse que para justificarse una Constitución, desde el punto de vista religioso, es menester que sea formulada desde el postulado religioso, desde el artículo de la fe, consistente en creer que «todo poder viene de Dios» y ha de ejercerse conforme a la Ley moral promulgada por Dios. Así debe creerlo un católico por la revelación de Jesucristo a Pilato y por la revelación de San Pablo a los romanos, especímenes de una revelación patente o latente en cada página de la Historia Sagrada.

 Y si dejamos la Sagrada Escritura y apelamos al Concilio Vaticano II, el Magisterio universal y solemne de la Iglesia nos enseña, recogiendo unos conceptos de la encíclica de Juan XXIII, «Pacem in terris», que «el orden social hay que desarrollarlo a diario, fundarlo en la verdad, edificarlo sobre la justicia, vivificarlo por el amor. Pero debe encontrar en la libertad un equilibrio» (Gaudium & Spes». 26). Ahora bien, nuestra Constitución, que funda el orden social en la soberanía del pueblo, ignorando la soberanía de Dios, no funda el orden social en la verdad, ni hace justicia a Dios, ni está movido por el amor, sino por la lucha de clases, por el odio, ni encuentra en la libertad su equilibrio, sino su desenfreno, su negación.

 Más todavía. Si seguimos leyendo el Vaticano II, encontraremos algo aplicable a la Constitución desde el punto de vista religioso, que también han querido sustraernos estos obispos: «Creado el hombre a imagen de Dios, recibió el mandato de gobernar el mundo en justicia y santidad... y de orientar a Dios la propia persona y el universo entero, reconociendo a Dios como Creador de todo» (G. & Sp. 34)... «Si la autonomía de lo temporal quiere decir que la realidad creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien se le escape la falsedad envuelta en tales palabras» (G. & Sp., 36)... «A la conciencia bien-formada del seglar toca lograr que la Ley divina quede grabada en la ciudad terrena» (G. & Sp. 43).

 • • •

Pues bien, todos esos imperativos religiosos que estos obispos han querido olvidar, son menospreciados por la Constitución española y, por consiguiente, es obligado que el católico, como quiera ser fiel a su religión, vote contra la Constitución que la clase política hoy dominante nos propone a referéndum. Dicen estos obispos: «Una Constitución se justifica moralmente si salva, globalmente, éstas o parecidas exigencias: Que ofrezca una base idónea para la convivencia... Que respete los valores espirituales del votante»...

 Ahora bien, como desde el punto de vista religioso católico, esa Constitución «no ofrece una base idónea (católica) para la convivencia», ni respeta los valores espirituales del votante (católico), la conclusión que debieran haber sacado los obispos es que los católicos tienen obligación de votar contra esa Constitución.

 Eulogio RAMÍREZ 

 

Revista FUERZA NUEVA, nº 615 , 21-Oct-1978