Blas Piñar en Roma
EN ESTA HORA DIFÍCIL
Traducción del discurso pronunciado por
Blas Piñar, en Roma, el 7 de octubre de 1978, en la Asamblea General de “Civiltá
Cristiana”.
Hablar en
Roma, capital del mundo cristiano y, en cierto modo, capital de Europa, en circunstancias
como las presentes y con motivo de la Asamblea General de un Movimiento como “Civiltá
Cristiana”, con el que nos unen a los españoles que comparten las ideas que
yo puedo representar, tan profundas afinidades, conmueve y alerta.
Conmueve,
porque la Iglesia y el mundo en que la Iglesia ha ejercido más intensamente
su influjo conformador atraviesan una crisis “in radice”. Y alerta, porque
tan sólo el hecho de invitar a un español que se ha significado políticamente,
para pronunciar este discurso conmemorativo de la batalla de Lepanto, supone
que la mirada de muchos se fija en mi Patria y en Fuerza Nueva, cuando una
amenaza similar y más poderosa que la de entonces se hace sentir “ad extra” y
“ad intra”. “Ad extra” porque el comunismo, “intrínsecamente perverso”, ocupa
militarmente gran parte del planeta, y “ad intra” porque el comunismo enajena
con su mística falsa, hija del padre de la mentira, amplios sectores del
planeta, todavía no sujeto a su brutal tiranía.
Hoy, 7 de
octubre, a la distancia de aquel día lejano, en que la cristiandad ganó una
victoria decisiva, conviene que, por su vigencia, recordemos algunas
lecciones de aquella jornada singular.
En primer
término, a Nuestra Señora María, en el tiempo histórico de su Hijo, que, como
apunta S. Luis María Griñón de Monfort, tiene apariciones fugaces. Toda la Mariología
de San Pablo se reduce a decirnos que el Mesías nació de mujer; y los Evangelios,
entre el instante de la Anunciación y el del Calvario, nos ofrecen ráfagas
luminosas, pero escasas, de una biografía que el Señor quiso velar para sí,
como un huerto sellado y privativo.
Pero después
del Calvario y del “Mulier, ecce filius tuus”, María, que absorbida por su Hijo
según la carne, estuvo oscurecida y en la penumbra, dedicará hasta el fin de
los tiempos, a todos los hijos que nacen de su maternidad espiritual, la
atención desbordadamente femenina que aquéllos requieren en su tránsito por
el valle de lágrimas.
María será “Auxilium
christianorum” para cada uno, y para las comunidades políticas que hacen
profesión de fe en su Hijo y en su divina maternidad. Si al “Mulier, ecce
filius tuus” sucede en la solemnidad de la Pasión el “Ecce mater tua”, es
lógico que un clamor anhelante de oraciones se eleve hasta Ella cuando el
peligro se hace mayor, cuando la “claritas Dei” desaparece oscurecida por el
humo de Satanás, al repetirse el “tenebrae factae sunt super universam
terram” (Mat. 27,45; Luc. 23,44).
Entonces, en
aquel 7 de octubre, como ahora, los cristianos y la cristiandad, en una de
esas confesiones colectivas de impotencia, de visión nítida de las fuerzas
espirituales en lucha, de la necesidad de lo trascendente, del “pedid y
recibiréis”, elevan sus preces a la Señora en demanda de ayuda, para que Ella,
“Virgo potens” aplaste la cabeza de la serpiente.
S. Pío V, el
Papa que recogió la magnífica herencia del Concilio de Trento, el de la
auténtica Reforma frente a la revolución luterana, reunido con sus cardenales,
miró al cielo de repente e, iluminado por una visión celestial, exclamó: “Cesad
los negocios y no pensemos sino en dar gracias a Dios por el triunfo que
acaba de conceder a nuestra armada”. María, la Señora, “Regina Sacratísimi Rosarii”,
había respondido a la llamada de urgencia, a la petición colectiva de auxilio.
La media luna, en el golfo de Lepanto, había retrocedido ante la Cruz, y la Cristiandad,
a punto de perecer, se había salvado.
Pero esta
intervención sobrenatural, explícitamente reconocida por la Iglesia, victoria
sobre el “mysterium iniquitatis”, actuó a través de causas segundas. Y así
como la brisa de la primavera mueve los pétalos para que exhalen su perfume,
así también el soplo del espíritu sacude y agiliza la voluntad humana para
que ponga en ejercicio su capacidad de acción. Si María fue “Auxilium
christianorum”, como hoy nos recuerda la letanía lauretana, fue porque los
cristianos de aquel 7 de octubre movilizaron todos sus medios para merecer el
auxilio. Es verdad que algunas naciones no quisieron o no pudieron responder
a la llamada; pero otras, sí. La respuesta sin condiciones a la convocatoria
del Papa la dieron Venecia, por una parte, y España, por otra. Los mejores
barcos, marineros y almirantes estuvieron allí. Al frente de todos, nuestro
príncipe don Juan de Austria, con Andrea Doria y Álvaro de Bazán, y
desconocidos, entre los voluntarios, Miguel de Cervantes, autor luego del “Don
Quijote de la Mancha”, y del bello discurso, quizá inspirado en la magnitud
de aquella lucha, sobre “las armas y las letras”.
Pero no
quedan ahí las lecciones que hemos de recordar y aprender. La “geopolítica”
deviene una constante de influencia histórica, como una calzada del imperio
cuyo trazo firme continua imborrable. La configuración del continente y del
contenido europeo, el Mediterráneo, con su amplia costa envolvente y sus
puertas angostas, y los bastiones anclados de sus grandes islas codiciadas.
Quienes hoy pretenden
apoderarse de Europa se mueven en el mismo teatro de operaciones: y a ese
teatro geopolítico subordinan su estrategia y su táctica. Que la mercancía sea
diferente no altera el hecho de que la vereda a seguir para llevarla a la
misma ciudad sea idéntica.
Hoy (1978), los tanques soviéticos se
hallan en el corazón de Europa, en la mitad de Berlín y en las proximidades
de Viena. Pero no muchos años antes de la batalla de Lepanto, el rey de
Austria tuvo que entregar una parte de Hungría, y la catedral de Pest fue
transformada en mezquita.
Hoy no es un
secreto para nadie que el Mediterráneo perdió su viejo calificativo de “mare
nostrum”, surcado por navíos de guerra con la hoz y el martillo, y que la
isla de Malta, asediada en 1566, y Chipre, ocupada en 1570, saltan al primer
plano de la actualidad por motivos y fricciones que debilitan al llamado
mundo libre. Ignorar la escena geopolítica en que se desarrolla el drama
presente, y olvidar el “modus operandi” que demostró su eficacia el 7 de
octubre de 1571, sería un doble error, a la vez trágico e imperdonable.
Pero queda
por reseñar una cuarta y última lección, que estimo corresponde casi en exclusiva
en España, y que hasta el presente, al menos, ha sido relegada al olvido, quizá
por lo que albergue de censura para quienes hoy desempeñan en un plano
universal papel semejante al que en aquella sazón desempeñamos nosotros.
La España de
aquel tiempo, como ente político, asumió su papel con entereza y con dignidad.
No rehusó los sacrificios que su posición le imponía. Subordinó al bien común
de la Europa cristiana su interés nacional. España no practicó una política
de coexistencia pacífica, como la consagrada definitivamente en Helsinki
(1975), porque la amable suavidad de dicha coexistencia, por un lado,
reconoce contra todo derecho las anexiones arbitrarias y forzadas impuestas
por los comunistas, y de otro, concede un seguro sin contraprestación
adversaria, para que el enemigo refuerce su potencial bélico e incremente su
penetración subversiva en el llamado mundo libre.
España hizo
tres cosas reñidas con ese tipo de coexistencia debilitadora: envió
voluntarios catalanes y aragoneses en ayuda de los “kleptas”, es decir, de la
guerrilla griega, que continuaba luchando en las montañas contra los
jenízaros; acudió en auxilio de Malta y del señor de La Valeta, con treinta
galeras que salieron de Sicilia al mando del marqués de Santa Cruz; y,
sintiéndose Europa y Cristiandad a un tiempo, llegó, con su príncipe, hasta
Mesina.
El pueblo
recibió a don Juan de Austria en una apoteosis delirante, porque ese pueblo,
al igual que el príncipe, se sabía cristiano y europeo; y el enviado del Papa
entregó al capitán el famoso pendón de Lepanto, el que se guarda como joya de
valor inapreciable en el hospital Museo de Santa Cruz de Toledo, mi ciudad
natal. En el glorioso estandarte de la victoria del 7 de octubre, la figura
de Cristo en la Cruz está bordada sobre fondo de azul damasco, y sobre ese
fondo destacan los símbolos de Roma, Venecia y España, como un anuncio de la hermandad
de fe y de sangre, en tantas ocasiones repetida, y últimamente en nuestra
guerra de liberación nacional, de italianos y españoles.
***
Esta evocación
en tiempo presente de la jornada de Lepanto -obligada por razón de la fecha y
del motivo de la convocatoria que aquí nos reúne- nos lleva de la mano a
contemplar las ideas de Dios, de Patria y de Justicia, que se ofrecen como
objeto de mi discurso en la invitación de Civiltá Cristiana. ¿No fueron acaso
tales ideas, ahincadas en el espíritu de quienes de uno u otro modo
participaron en aquella lucha, las que se defendieron en Lepanto con
abnegación? ¿No fueron tales ideas las que estimularon el heroísmo de quienes
cantando el “Exurgat Deus” libraron a la cristiandad de un inmediato
aniquilamiento?
Pues bien,
tales ideas, el grupo político que tengo el honor y el riesgo de presidir en
España, las ha hecho suyas y las ha enarbolado como lema. “¡Dios, Patria y
Justicia!”. He aquí tres palabras que se repiten en nuestra organización; que
se gritan en el curso y al clausurar las concentraciones multitudinarias de Fuerza
Nueva; que surgen espontáneas y unánimes, de miles de gargantas juveniles, en
los teatros, en los campos de deportes, en las plazas de toros, al aire libre,
cuando, respondiendo a nuestra llamada, amplios sectores del pueblo español
vienen a escucharnos y respaldarnos. La razón de este lema se halla en las
motivaciones personales que nos llevaron a poner en marcha el movimiento y en
los objetivos últimos de nuestro quehacer político.
Quiero hacer
una afirmación de entrada: nosotros no somos políticos en los que subyace una
inspiración cristiana; somos
cristianos que, por una exigencia de la caridad para con la Patria y para sus
compatriotas, entramos en el juego político.
Recuerdo que
en un diario católico de fines de siglo XIX leí, escrito en grandes titulares:
“Nada, ni un céntimo para la política. Todo, hasta la vida, por la religión”.
Salvo, naturalmente la buena fe del autor; pero lo cierto está en que,
precisamente, por razones de carácter sobrenatural, la dedicación a la
política es un deber que exige la entrega del dinero, del tiempo, de la vida
y de la fama,
Para
entenderlo así hay, naturalmente, que distinguir entre política y política,
entre Política con mayúscula y política con minúscula, porque aunque los
vocablos sean los mismos, son diferentes e incluso antagónicos los conceptos de
que son portadores. Ocurre aquí algo parecido a lo que sucede con la palabra
amor, que es ambivalente, y lo mismo sirve para designar la devoción generosa
de un matrimonio que el concepto efímero y venal en una casa de lenocinio.
Pues bien, la
política con minúscula, es decir, como sucio comadreo, como conquista
electoral de votos a cambio de lo esencial, lo mismo que el amor de burdel,
no nos interesa ni nos seduce. Al contrario, nos provoca una repulsión irreprimible.
Pero la Política, con mayúscula, en la que al “finis operis” se agrega, sublimándola,
el “finis operantis”, nos llama contra
nuestro instintivo deseo a la quietud, contra la aversión al riesgo y a la
aventura de lo desconocido. La Política, si así se la entiende, no es una
diversión ni una carrera. Es una vocación, un llamamiento que nos interpela,
nos acorrala y nos acosa, colocándonos en la tesitura de corresponder a la
misma, asumiendo su cruz con la esperanza de que el Señor la tornará ligera,
o de rechazarla, rehusando la fatiga que esa vocación comporta, pero
amargando la comodidad saciada, con el hormigueo de la propia conciencia y
con el balance nefasto por el bien común de la inhibición querida (…) Lepanto,
María “Auxilium Christianorum” y Regina Sacratissimi Rosarii”. “Dios, Patria,
Justicia”, en esta hora difícil de la antigua Cristiandad y de Europa.
Permitidme
que os diga que yo, a la altura de mi tiempo, precisamente por ser y por
sentirme español, creo en Europa y quiero servir a Europa. Para mí, Europa no
es un trozo de tierra delimitado en un mapa, ni un mercado común, ni un
bloque militar a la defensiva. Tampoco es Europa una civilización, sino que
es, o ha sido, la civilización. Lo que ha dado unidad espiritual y cultural a
Europa, lo que convirtió a Europa en faro y guía, haciendo tránsito de su ser
a otras vastas regiones del planeta, fue la asimilación por sus patrias de
los valores intemporales que sacan al hombre de su miseria, y ya en este
mundo le elevan y redimen.
Sólo
restaurando esos valores intemporales, Europa puede escapar al empuje
convergente de la amenaza y de la
autodestrucción. Para ello hacen falta europeos de todas las patrias
de Europa, tocados por el sentido de misión, dispuestos a buscar en la
mística profunda de un cristianismo no falsificado la fuente de su voluntad heroica.
Invoquemos,
para que nos sonría la esperanza, a San Benito, el gran italiano, patrón de
Europa, y a María “Auxilium Christianorum”.
¿Sabéis que
en el Peñón de Gibraltar se veneraba una imagen de Nuestra Señora de Europa?
¿Y sabéis que esa imagen estuvo presente en la batalla de Lepanto? ¿Y sabéis
que esa imagen, destruida por iconoclastas protestantes durante la guerra de
sucesión, fue sustituida por un lienzo que hoy se halla en una iglesia de las
Hermanitas de los Pobres, del Campo de Gibraltar? ¿Y sabéis que otro lienzo
de Nuestra Señora de Europa fue enviado desde España a Roma para ser
bendecido por Juan XXIII, y llevado hasta los Alpes Dolomitas, por donde
pasaron Carlomagno y Carlos V, los dos grandes paladines cristianos de la
Europa unida y colocado en la iglesia de la Madonna de Campiglio, en Trento?
En torno a la
Virgen y Madre de Europa, casi adolescente, despeinada y rubia, con manto
azul y mirada soñadora, se alzan las banderas de nuestras Patrias. Que Ella
las bendiga para que Europa sea de nuevo una, grande y libre.
(Una fuerte
ovación acabó el discurso de nuestro presidente)
Revista FUERZA NUEVA, nº 616, 28-Oct-1978
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