AQUEL 29 DE OCTUBRE DE 1933
El porqué de
los grandes acontecimientos de la vida de los hombres queda, casi siempre,
nimbado por el misterio. Lo mismo sucede con la suprema razón que obliga a un
pueblo a cambiar políticamente de rumbo. Nadie ha podido desvelar todavía el
arpegio de las voces que José Antonio sintió en su corazón para, dejando a un
lado comodidades y brillo social, lanzarse en la predicación de un nuevo
evangelio político-social que, como es harto notable, aún se mantiene enhiesto,
firme y sólido. Había entrado el otoño de 1933 cuando, en los días finales de
octubre, en un día claro y sereno, José Antonio puso en marcha su movimiento
ideológico. Quienes tuvieron la fortuna de estar presentes en el Teatro de la
Comedia, y existen abundantes testimonios del hecho, no creyeron en un
principio estar asistiendo a un acto político. Allí imperaba otro estilo y
otro lenguaje bastante diferente del propio de dichos actos. Allí, un mozo
español iba diciendo cosas elementales: hablaba de auroras, de trigos, de
estrellas…
No quería recompensas terrenales
José Antonio,
con voz serena -la voz del jurista, siempre fiel a la defensa de la verdad-,
desgranaba uno a uno los puntos de su ideario. Un ideario en el que no se
prometía, a quienes profesasen en el mismo, ni la más humilde recompensa
terrenal, ni la más modesta prebenda humana. José Antonio explicaba con
rigurosidad -puesto que esta fue la constante que presidió su vida toda: el
amor a la armonía, a la medida y a la norma -el programa del irrenunciable
servicio para la salvación de España.
Y,
efectivamente, con palabra clara y con absoluta disciplina, alzó la bandera
de su lírico movimiento. A nadie engañó ni a nadie defraudó en la gloriosa
jornada; su mensaje era radiante: “Nosotros no vamos a disputar a los
habituales los restos desabridos de un banquete sucio. Nuestro sitio está
fuera, aunque tal vez transitemos, de paso, por el otro. Nuestro sitio está
al aire libre, bajo la noche clara, arma al brazo, y en lo alto, las
estrellas. Que sigan los demás con sus festines. Nosotros, fuera, en vigilancia
tensa, fervorosa y segura, ya presentimos el amanecer en la alegría de
nuestras entrañas”.
Nunca,
ciertamente, con menos palabras se ha podido encender el fuego de los
corazones. Y es que, cosa indiscutible, José Antonio estaba en posesión de la
palabra justa, de la palabra hecha luz, de la palabra cuyo afluente esencial provenía
de su generoso corazón. Y es que, a diferencia de lo que les ocurre a los
mediocres líderes contemporáneos, la palabra, para que conmueva, para que
penetre y ofrezca la amplitud de su mensaje, debe fraguarse en lo más
profundo de las entrañas del orador. El orador es el primero que debe estar
convencido, a través de sus palabras, de la verdad, de la sinceridad y de la
autenticidad de los principios que expone. (…) El propio José Antonio era
plenamente consciente de este hecho, y siempre, y en todo momento -especialmente
en las últimas horas de su preciosa vida-, tuvo esto presente: “Ningún
régimen se sostiene –dijo- si no consigue reclutar a su alrededor a la
generación joven en cuyo momento nace; y para reclutar a una generación joven
hay que dar con las palabras justas, hay que dar con la fórmula justa de la
expresión conceptual”. En aquella mañana otoñal madrileña, a la vista de su fecundo
resultado, no hay duda de que José Antonio encontró la terminología celestial
que hizo ponerse en pie a toda una generación española sin privilegiados ni
distinguidos.
Valentía y lucidez, juntas
A través del
tiempo, y tal vez de forma estudiada, se ha caído en el tópico de considerar
que la doctrina joseantoniana, en el fondo, no es otra cosa que una
manifestación sustancialmente romántica. Nuestro inolvidable líder tuvo, en
una brillantísima intervención parlamentaria, que defenderse de este anatema -poco
adecuado para un político dotado de tanta lucidez como lo fue José Antonio-:
“Yo no soy absolutamente, como el señor Prieto imagina, ni un sentimental, ni
un romántico, ni un hombre combativo, ni siquiera un hombre valeroso; tengo
estrictamente la dosis de valor que hace falta para evitar la indignidad; ni más
ni menos. No tengo, ni poco ni mucho, la vocación combatiente, ni la
tendencia al romanticismo; al romanticismo menos que a nada, señor Prieto. (…)
Lo que pasa es que lo mismo que el señor Prieto llega a la emoción por el
camino de la elegancia, se puede llegar al entusiasmo y al amor por el camino
de la inteligencia”.
Y, en efecto,
pocos líderes como José Antonio, han anhelado tan humana y profundamente el
evitar que la política muriese en las meras estructuras de lo puramente
administrativo, ni los sueños ni las ilusiones de todo un pueblo terminaran
en la burocracia. Y es que, al mismo tiempo, pocas veces ha existido en
España un líder político en el que perfectamente se matrimoniasen, como en José
Antonio, la valentía y la lucidez. Justamente, se ha dicho, en sus artículos
se observa una sólida formación y una dialéctica dura e inflexible; en sus
discursos, facilidad y emoción. Pero, precisamente, fue en sus debates
parlamentarios en donde su figura nos ofrece las dimensiones más colosales de
su valor, de su finura estética y de su agilidad mental. Desde las páginas de
los periódicos que con tanto esfuerzo fundó, desde las tribunas públicas más
selectas -como la del Ateneo y la del Círculo Mercantil-, desde el Parlamento
o desde el montículo aldeano, impartió siempre su lección serena y ejemplar,
a saber: que si una generación se debe entregar a la política no se puede
entregar con el repertorio de medio docena de frases con que han caminado por
la política otras muchas generaciones, y hasta muchos representantes de ésta.
En José Antonio la renovación es constante.
Su
pensamiento, como su corazón, siempre estuvo ocupado por la plenitud de
España. Una España, él lo dijo, a la que amó incondicionalmente más por sus
defectos que por sus virtudes. Puesto que, precozmente -lo mismo que nos
sucede por estos días- advirtió que a su generación le estaban aniquilando la
esencia de la Patria. “Porque si nosotros –dijo- nos hemos lanzado por los
campos y por las ciudades de España con mucho trabajo y con algún peligro,
que esto no importa, a predicar esta buena nueva, es porque estamos sin
España. Tenemos a España partida en tres clases de secesiones: los
separatismos locales, la lucha entre los partidos y la división entre las
clases”.
Continúa el eco de la fecha
(…) A los cuarenta
y cinco años de aquella mañana otoñal madrileña, sus palabras siguen
encontrando eco, a pesar de tantos desvergonzados que se traicionaron a sí
mismos y ahora se quieren hacer perdonar su militancia en las filas azules,
en los más animosos corazones juveniles. Y es que, decididamente, la juventud
siempre ha sido maravillosamente generosa para lo auténtico. Por otra parte,
como muy bien ha señalado el más competente biógrafo ideológico de José
Antonio -nos referimos al profesor Adolfo Muñoz Alonso-, nuestro inolvidable
líder ha sido, quizá, uno de los pensadores españoles que ha tomado más en
serio lo que representa la juventud para dotar de sentido la vida y para arrostrar
la muerte, para el desencanto y para la edificación del mundo futuro. La
muerte a tiro sucio de un joven ilusionado, Matías Montero, ahondó en la
conciencia de José Antonio la plenitud de la responsabilidad política. El 9
de marzo de 1934, el alma y cuerpo de José Antonio se estremecieron al
comprobar el alcance trágico de su rectoría política, y, al día siguiente, en
la inhumación de Matías Montero, José Antonio decidió el destino de su vida,
arrancando los últimos esmaltes a sus compromisos de salón.
Por otra
parte, bien cierto es, José Antonio no estigmatizó a la juventud como si
fuera una enfermedad de la cronología vital que se cura con los años, sino
que la defendió como a una gracia que algunos pierden con la edad. Su
política no sólo fue una política de juventud sino una empresa para la
juventud. Sin distingos ideológicos en línea de principio. Una angustia
sombría circunda a los hombres políticos que no pueden comprobar un grupo
juvenil en torno suyo, porque sólo se disipa en el consuelo de los renuevos
que crezcan en torno de la rectoría política. Quienes no lo consiguen “saben
que con su propia muerte vendrá la muerte del bosque en que nacieron”. (…)
José Antonio
pervive -¡quién lo puede poner en duda…!- por la sencilla y poderosa razón de
que, efectivamente, nada de lo que es auténtico se pierde. “Cuando un egregio
espíritu se entrega por entero, hasta agotarse en frustración generosa, nunca
se dilapida al sacrificio”. ¿Existe destino más bello que el salpicar de
sangre las estrellas?
José María NIN DE CARDONA
Revista FUERZA NUEVA, nº 616, 28-Oct-1978
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