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martes, 30 de septiembre de 2025

Desacralización: complejo católico

 Artículo de 1970

  DESACRALIZACIÓN: COMPLEJO CATÓLICO

 Es necesario decirlo abiertamente; nunca como hoy se quiere vivir de una autenticidad tanto más auténtica cuanto más proclamada a todos los vientos, cuanto más puesta a saldo y almoneda. Digámoslo, pues, abiertamente: hoy existe un número notable de católicos -de “cristianos”-, que viven el fenómeno de la desacralización con un lamentable complejo psicológico de inferioridad cultural.

 Por lo demás, la fenomenología de este complejo es simple: ante cualquier manifestación externa, sobre todo pública, de lo religioso, hay gentes católicas que se ponen coloradas; que se cohíben pudorosas; que dan explicaciones; que se justifican diciendo que todavía hay “rastros de una religiosidad medieval, y aún de la era constantiniana”. Los nombres religiosos de las calles; los hábitos de frailes, religiosos y sacerdotes; las procesiones; los crucifijos presidiendo locales públicos… todos esos restos de un gran naufragio religioso les producen vergüenza y hasta náuseas. Ante todo maridaje de lo religioso y lo profano, de los secular y sacro, de lo político y eclesial, de lo clerical y laical, de los castrense y militar, de lo económico y de la dotación del clero… se tapan ruborosos la cara y prorrumpen en altos gritos de protesta, de contestación: Queremos la pureza de la Ciudad Secular; queremos la pureza incontaminada de la Ciudad de Dios; no queremos el compromiso de ninguna de las dos; queremos que cada una de ellas viva su propio autonomía como autonomía de Dios.

 Este complejo busca y enarbola teorías como las imaginadas por Bonhoeffer, y bien orquestadas por Robinson y Cox, que precisamente no son católicos.

 Porque lo de menos sería el hecho mismo, indudablemente cierto, de una desacralización desbordante. Sin buscarle los orígenes tan lejanos -como hace Cox- allá en la historia de Israel que iniciaría un régimen “regal” precisamente como desvinculación de la teoría teocrática tradicional, el hecho no es demasiado complicado: la evolución misma del hombre en marcha siempre hace una posesión más completa de sí mismo y del mundo circundante. Llega un momento en que, si queremos, le podemos llamar “maduro” o “adulto” con un cierto espejismo lamentable. Porque “adulto” era el hombre griego del siglo de Pericles en relación con el griego de la “Polis”; y lo fue el romano del tiempo de Augusto en relación con el de Numa Pompilio; en cambio, nadie llamará adulto al hombre medieval en relación con el hombre clásico griego y romano; hasta que de nuevo la historia instaura una nueva medida desde el Renacimiento para acá. Sabemos que se trata de una madurez que dice relación a una tutela que hubiera ejercido la religión con el hombre, como si ya la religión misma no fuera un constitutivo existencial del hombre. De ahí que caemos fácilmente en el engaño de referirnos siempre a una religión “positiva”, a una institución social que se hubiera impuesto al hombre como un pedagogo conduce a un niño hasta la mayoría de edad y lo abandona a su suerte a su mayoría de edad.

 No tenemos necesidad ahora de descubrir las celadas que se arman en esa ficticia comprensión de las cosas. Las tres edades del hombre del positivista Comte responden ciertamente a “algo”: el homo religiosus, el homo metaphisicus y el homo positivus. Pero sobre todo responden o unos esquemas aprioristas hacia los que se quiere dirigir el destino de la humanidad. Un hombre, al que se supone “niño”, cuando es conducido por el sentimiento religioso; y luego “adolescente”, cuando fantasea por los reinos de la metafísica; y, finalmente, “adulto”, cuando positivísticamente se atiene sólo a los hechos, a “unos” hechos, los de la experiencia sensible, nos deja al hombre más deshumanizado que nunca. Y entonces la teoría y su montaje dan marcha atrás.

 En Bonhoeffer, el hecho de la secularidad presenta una mayor sinceridad, aun cuando sufra del mismo tremendo espejismo. Porque aceptar el hecho de la secularidad como algo irreversible, para instalarse definitivamente en él, es, para un cristiano, un derrotismo imperdonable, en el que uno se pasa con armas y bagajes al enemigo. Cox, por su parte, y toda la ruidosa y enormemente vacía “teología de la muerte de Dios”, aceptan y explican el hecho con la alegría irreflexiva de chiquillos, a los que va bien jugar con el fuego, lo mismo que hacer descarrilar un lujoso y solemne tren expreso.

 Pero, repetimos, el hecho cierto de la desacralización, con toda su tragedia, es lo de menos. Aunque sea grave por dos motivos: primero, porque en ella no es el hombre el que se salva, no es lo humano el valor que finalmente se alcanza; no es un verdadero humanismo el que se logra, o hacia el que se camina; no es la madurez humana la que se conquista, sino que nos colocamos ante la tentación rusoniana de una vuelta a la infancia, al tarzanismo, al salvajismo. La madurez humana con la que hoy se cuenta es un sueño que engendra niños tarados: todos los próximos futuros “enfants terribles”, en forma de ye-yes, de hippies o de psicodélicos drogados. Y esto sí que es irreversible si se parte de un hecho consumado, porque admitido en principio que no existen diques…

 Pero, además, el hecho de la desacralización es todavía más grave porque se está viviendo como un complejo “amado”, como un hobby fomentado, como una querencia irresistible, casi como un opio de adormidera, como una moda que se viste de metáforas e imágenes tentadoras de la última primavera, como un señuelo, en fin, al que nos entregamos sin resistencia. Y esto, no ya sólo por quienes, educados en las fronteras de lo humano, se cierran el techo aéreo en una perfecta inmanencia de tierra “que yo adoro” (Teilhard de Chardin); no sólo, decimos, por aquellos que han puesto una valla bien definida de un modo diríamos ptolemaico. Son también aquellos cristianos y católicos que aceptan el hecho en toda su desnuda crueldad y le sacrifican toda la venerable tradición cristiana.

 Todo este sacrificio de la “Civitas Dei” a la Ciudad Secular no sería posible sin un acomplejamiento lastimoso, cuyas notas fenomenológicas nos parece que son las siguientes:

 • Hoy lo religioso -todavía menos lo católico- ya no es algo que se puede vivir con elegancia. Y no pidáis a la coquetería razones, ni exijáis inútilmente el alargamiento de la minifalda… No se trata aquí del catolicismo vergonzante que producía la alharaca revolucionaria y liberal decimonónica, al reducir la religión al ámbito privado de la sacristía.

Se trata de algo más grave, precisamente porque es liviano, porque es intrascendente, de un nefando pudor, de un respeto cándido y comedido. De una sobrecarga efectiva que impide al gobernante “aparecer” en un acto religioso “para no comprometer la religión”, a una monja llevar algún metro más de tela, como hubiera convenido a su natural modestia, al cura “aparecer” lo que es… Porque, lo que, en última instancia, ha obligado a mudar esas “estructuras de segunda o tercera clase” (¡pero al fin estructuras!) de lo sacro en el catolicismo de nuestros días es esa bobalicona y acomplejada papanatería con que se contempla la Ciudad Secular. Y quiera Dios que nos demos pronto cuenta si otras estructuras de lo sacro, por ejemplo las litúrgicas, no están sufriendo el mismo complejo de la Ciudad Secular.

 • El hecho de la desacralización, además de como complejo de inferioridad, se está viviendo -segunda nota- “fatídicamente”. Yo diría que, hegelianamente, se piensa que la dialéctica del espíritu termina inexorablemente en una Ciudad Secular. Y que, sólo entonces, y prometeicamente, y pelagianamente, haremos la Ciudad de Dios. Este “dies fatalis” se cree tocarlo ya con las manos; con esas manos del hombre que han podido palpar el polvo crujiente y volcánico de la Luna. Todas las esperanzas mesiánicas renacen para los nuevos Prometeos de esta historia alucinante del hombre que se agranda hasta tocar los cielos.

 Ahora bien; el catolicismo no puede aceptar esta visión fatídica de una historia que, para él, será siempre un “juicio de Dios”; será siempre una historia sagrada. La obra agustiniana “De Civitate Dei” no traslada a un futuro imposible la victoria de Dios, por más que nos lance hacia un escatologismo cristiano en que la tensión misma no permite el descanso. Pero lo que absolutamente no permite es ese tremendo peso del derrotismo católico ante una Ciudad Secular avasallante.

 • Finalmente -tercera nota- en el hecho acomplejado de la desacralización moderna hay un espejismo dilacerante: el de creernos un hombre maduro, un hombre adulto, simplemente a causa de una ruptura entre el orden de lo institucional religioso, como estructura soportante, y el orden de lo simplemente humano, concebido ya redondo y acabado. Pero, evidentemente, en una época en que la “noosfera” teilhardiana parece que toca ya esa oscura e incierta nueva etapa de socialización redentora, no podemos llamar al hombre adulto; en una época que sueña todavía con todos los paraísos marxistas, tampoco; y, descendiendo a un plano concreto, en una tierra en que todavía se ven los escándalos de Biafra, Vietnam, Oriente cercano, y un miserable Tercer Mundo… mucho menos.

 Espejismo tras espejismo, vergüenza tras vergüenza, pudor acomplejado tras conciencia fatídica del próximo día fatal… el católico, hoy, arrastra una figura vergonzante como un rico que ha perdido la memoria de sus tesoros. Sólo un fuerte aldabonazo de su fe puede despertarle de su modorra-

 Mariano DE ZARCO


Revista FUERZA NUEVA, nº 16721-Mar-1970 

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