DESACRALIZACIÓN:
COMPLEJO CATÓLICO
Es necesario decirlo abiertamente; nunca
como hoy se quiere vivir de una autenticidad tanto más auténtica cuanto más
proclamada a todos los vientos, cuanto más puesta a saldo y almoneda.
Digámoslo, pues, abiertamente: hoy existe un número notable de católicos -de “cristianos”-,
que viven el fenómeno de la desacralización con un lamentable complejo
psicológico de inferioridad cultural.
Por lo demás, la fenomenología de este
complejo es simple: ante cualquier manifestación externa, sobre todo pública,
de lo religioso, hay gentes católicas que se ponen coloradas; que se cohíben
pudorosas; que dan explicaciones; que se justifican diciendo que todavía hay “rastros
de una religiosidad medieval, y aún de la era constantiniana”. Los nombres
religiosos de las calles; los hábitos de frailes, religiosos y sacerdotes;
las procesiones; los crucifijos presidiendo locales públicos… todos esos
restos de un gran naufragio religioso les producen vergüenza y hasta náuseas.
Ante todo maridaje de lo religioso y lo profano, de los secular y sacro, de
lo político y eclesial, de lo clerical y laical, de los castrense y militar, de
lo económico y de la dotación del clero… se tapan ruborosos la cara y
prorrumpen en altos gritos de protesta, de contestación: Queremos la pureza de la Ciudad Secular; queremos la pureza
incontaminada de la Ciudad de Dios; no queremos el compromiso de ninguna de
las dos; queremos que cada una de ellas viva su propio autonomía como
autonomía de Dios.
Este complejo busca y enarbola teorías como
las imaginadas por Bonhoeffer, y bien orquestadas por Robinson y Cox, que
precisamente no son católicos.
Porque lo de menos sería el hecho mismo,
indudablemente cierto, de una desacralización desbordante. Sin buscarle los
orígenes tan lejanos -como hace Cox- allá en la historia de Israel que iniciaría
un régimen “regal” precisamente como desvinculación de la teoría teocrática
tradicional, el hecho no es demasiado complicado: la evolución misma del
hombre en marcha siempre hace una posesión más completa de sí mismo y del
mundo circundante. Llega un momento en que, si queremos, le podemos llamar “maduro”
o “adulto” con un cierto espejismo lamentable. Porque “adulto” era el hombre
griego del siglo de Pericles en relación con el griego de la “Polis”; y lo
fue el romano del tiempo de Augusto en relación con el de Numa Pompilio; en
cambio, nadie llamará adulto al hombre medieval en relación con el hombre
clásico griego y romano; hasta que de nuevo la historia instaura una nueva
medida desde el Renacimiento para acá. Sabemos que se trata de una madurez
que dice relación a una tutela
que hubiera ejercido la religión con el hombre, como si ya la religión misma
no fuera un constitutivo existencial del hombre. De ahí que caemos fácilmente
en el engaño de referirnos siempre a una religión “positiva”, a una institución
social que se hubiera impuesto al hombre como un pedagogo conduce a un
niño hasta la mayoría de edad y lo abandona a su suerte a su mayoría de
edad.
No tenemos necesidad ahora de descubrir las
celadas que se arman en esa ficticia comprensión de las cosas. Las tres
edades del hombre del positivista Comte responden ciertamente a “algo”: el
homo religiosus, el homo metaphisicus y el homo positivus. Pero sobre todo
responden o unos esquemas aprioristas
hacia los que se quiere dirigir el destino de la humanidad. Un hombre, al que
se supone “niño”, cuando es conducido por el sentimiento religioso; y luego “adolescente”,
cuando fantasea por los reinos de la metafísica; y, finalmente, “adulto”,
cuando positivísticamente se atiene sólo a los hechos, a “unos” hechos, los
de la experiencia sensible, nos deja al hombre más deshumanizado que nunca. Y
entonces la teoría y su montaje dan marcha atrás.
En Bonhoeffer, el hecho de la secularidad
presenta una mayor sinceridad, aun cuando sufra del mismo tremendo espejismo.
Porque aceptar el hecho de la secularidad como algo irreversible, para instalarse
definitivamente en él, es, para un cristiano, un derrotismo imperdonable, en
el que uno se pasa con armas y bagajes al enemigo. Cox, por su parte, y toda
la ruidosa y enormemente vacía “teología de la muerte de Dios”, aceptan y
explican el hecho con la alegría irreflexiva de chiquillos, a los que va bien
jugar con el fuego, lo mismo que hacer descarrilar un lujoso y solemne tren
expreso.
Pero, repetimos, el hecho cierto de la desacralización,
con toda su tragedia, es lo de menos. Aunque sea grave por dos motivos:
primero, porque en ella no es el hombre el que se salva, no es lo humano el
valor que finalmente se alcanza; no es un verdadero humanismo el que
se logra, o hacia el que se camina; no es la madurez humana la que se
conquista, sino que nos colocamos ante la tentación rusoniana de una
vuelta a la infancia, al tarzanismo, al salvajismo. La madurez humana
con la que hoy se cuenta es un sueño que engendra niños tarados: todos
los próximos futuros “enfants terribles”, en forma de ye-yes, de hippies o de
psicodélicos drogados. Y esto sí que es irreversible si se parte de un
hecho consumado, porque admitido en principio que no existen diques…
Pero, además, el hecho de la
desacralización es todavía más grave porque se está viviendo como un complejo
“amado”, como un hobby fomentado, como una querencia irresistible, casi como
un opio de adormidera, como una moda que se viste de metáforas e imágenes
tentadoras de la última primavera, como un señuelo, en fin, al que nos
entregamos sin resistencia. Y esto, no ya sólo por quienes, educados en las
fronteras de lo humano, se cierran el techo aéreo en una perfecta inmanencia
de tierra “que yo adoro” (Teilhard de Chardin); no sólo, decimos, por
aquellos que han puesto una valla bien definida de un modo diríamos ptolemaico.
Son también aquellos cristianos y católicos que aceptan el hecho en toda su
desnuda crueldad y le sacrifican toda la venerable tradición cristiana.
Todo este
sacrificio de la “Civitas Dei” a la Ciudad Secular no sería posible sin un
acomplejamiento lastimoso, cuyas
notas fenomenológicas nos parece que son las siguientes:
• Hoy lo religioso -todavía menos lo católico-
ya no es algo que se puede vivir con elegancia. Y no pidáis a la coquetería
razones, ni exijáis inútilmente el alargamiento de la minifalda… No se
trata aquí del catolicismo vergonzante que producía la alharaca
revolucionaria y liberal decimonónica, al reducir la religión al ámbito
privado de la sacristía.
Se trata
de algo más grave, precisamente porque es liviano, porque es intrascendente, de un nefando pudor, de un respeto cándido
y comedido. De una sobrecarga efectiva que impide al gobernante “aparecer”
en un acto religioso “para no comprometer la religión”, a una monja
llevar algún metro más de tela, como hubiera convenido a su natural
modestia, al cura “aparecer” lo que es… Porque, lo que, en última
instancia, ha obligado a mudar esas “estructuras de segunda o tercera clase” (¡pero
al fin estructuras!) de lo sacro en el catolicismo de nuestros días es esa bobalicona
y acomplejada papanatería con que se contempla la Ciudad Secular. Y
quiera Dios que nos demos pronto cuenta si otras estructuras de lo sacro, por
ejemplo las litúrgicas, no están sufriendo el mismo complejo de la Ciudad
Secular.
• El hecho de la desacralización, además de
como complejo de inferioridad, se está viviendo -segunda nota- “fatídicamente”.
Yo diría que, hegelianamente, se piensa que la dialéctica del espíritu
termina inexorablemente en una Ciudad Secular. Y que, sólo entonces, y
prometeicamente, y pelagianamente, haremos la Ciudad de Dios. Este “dies
fatalis” se cree tocarlo ya con las manos; con esas manos del hombre que han
podido palpar el polvo crujiente y volcánico de la Luna. Todas las esperanzas
mesiánicas renacen para los nuevos Prometeos de esta historia alucinante del
hombre que se agranda hasta tocar los cielos.
Ahora bien; el catolicismo no puede aceptar
esta visión fatídica de una historia que, para él, será siempre un “juicio de
Dios”; será siempre una historia sagrada. La obra agustiniana “De Civitate
Dei” no traslada a un futuro imposible la victoria de Dios, por más que nos
lance hacia un escatologismo cristiano en que la tensión misma no permite el
descanso. Pero lo que absolutamente no permite es ese tremendo peso del
derrotismo católico ante una Ciudad Secular avasallante.
• Finalmente -tercera nota- en el
hecho acomplejado de la desacralización moderna hay un espejismo dilacerante:
el de creernos un hombre maduro, un hombre adulto, simplemente a
causa de una ruptura entre el orden de lo institucional religioso, como
estructura soportante, y el orden de lo simplemente humano, concebido ya
redondo y acabado. Pero, evidentemente, en una época en que la “noosfera”
teilhardiana parece que toca ya esa oscura e incierta nueva etapa de
socialización redentora, no podemos llamar al hombre adulto; en una época que
sueña todavía con todos los paraísos marxistas, tampoco; y, descendiendo a un
plano concreto, en una tierra en que todavía se ven los escándalos de Biafra,
Vietnam, Oriente cercano, y un miserable Tercer Mundo… mucho menos.
Espejismo tras espejismo, vergüenza tras
vergüenza, pudor acomplejado tras conciencia fatídica del próximo día fatal… el
católico, hoy, arrastra una figura vergonzante como un rico que ha perdido la
memoria de sus tesoros. Sólo un fuerte aldabonazo de su fe puede
despertarle de su modorra-
Mariano DE
ZARCO
Revista FUERZA NUEVA, nº 167, 21-Mar-1970
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