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martes, 16 de septiembre de 2025

El Compromiso de Caspe (1412) , raíz de la unidad española, visto desde Cataluña

  (Artículo de 1969)

 CATALUÑA Y LA UNIDAD ESPAÑOLA (DOS FECHAS)

 Por  Fray Justo Pérez de Úrbel

Se conmemora en Valladolid (1969) la fecha del 19 de octubre del año 1469, evocando la ceremonia del matrimonio de la princesa Isabel con el príncipe Fernando, y en ella la unión de las coronas de Castilla y Aragón, un paso definitivo en el quehacer de España. El acto revistió la mayor solemnidad, pero tal vez no tuvo la resonancia que el hecho requería. Pasados ya unos meses, conviene insistir en la trascendencia que esa fecha tiene en ese tejer misterioso que la Providencia realiza en nuestro solo peninsular.

 Pero esa fecha nos hace pensar en otra, que es como su premisa y anuncio: la del 28 de junio de 1412, día en que san Vicente Ferrer leyó solemnemente la sentencia de los compromisarios de Caspe, por la cual el abuelo de aquel príncipe Fernando, el vencedor de Antequera, un infante castellano, era proclamado conde de Barcelona y rey de Aragón.

 Desde este instante el acercamiento se va acrecentando paulatinamente hasta llegar a esa unión tan tesoneramente buscada por la princesa de Castilla y más aún por la casa real de Aragón. Ya la misma estirpe (*) gobierna en los dos reinos más importantes de la Península. Los infantes de Aragón son señores poderosos de Castilla; don Enrique de Villena escribe en castellano y en catalán; el arcipreste de Talavera pasa largos años en Barcelona; diversas obras castellanas corren traducidas al catalán; se aclara y afianza la conciencia de la unidad espiritual de España; ya puede escribir el marqués de Santillana: “Patria mía, España”, y desde Aragón se llamaba a don Álvaro de Luna “el mayor hombre d`Espanya”.

 Sensibilidad política

 Antes del acto del 28 de junio de 1412, el arzobispo de Tarragona, uno de los compromisarios, podía declarar que el conde de Urgel, a su entender, tenía mejor derecho, pero que la candidatura de Fernando de Antequera era más provechosa para su tierra. Esto quería decir, en definitiva, que el corazón iba por un lado y la cabeza por otro. Votó por el conde, su amigo, pero se sometió a la decisión de sus compañeros. Hubo otro voto catalán con el cual se cumplió el acuerdo previo; fue el del mercader y banquero Gualbes, el representante de una burguesía que, desde hacía algún tiempo, estaba pasando por una profunda crisis. Tal vez él siguió el camino del provecho. Por una cosa o por otra, Cataluña demostró una exquisita sensibilidad política.

 El conde de Urgel se rebeló contra su afortunado competidor, pero apenas hubo urgelistas fuera de doña Brianda de Luna, abadesa de Trasoveres. El conde rebelde no cuenta con nadie en los tres estamentos catalanes. Hay, sí, un urgelista, que unos años más tarde escribe una apología del malaventurado pretendiente con el título de “El fin del conde de Urgel”, y en ella, a vueltas de denuestos contra la democrática Castilla y contra el atajo de chamorros, vizcaínos navarros y marranos que mangoneaban en torno a los nuevos señores, tiene que reconocer que el buen conde se perdió en el cerco de Balaguer, “porque tenía en contra suya todo el reino y todos los barones y caballeros y toda la gentileza y todos los pueblos”.

 Y que Cataluña no se arrepiente del paso que se había dado en Caspe lo demuestra unas décadas más tarde, cuando se levanta contra el hijo de Fernando de Antequera. No es a Castilla a quien rechaza sino a Juan II. En busca de un rey, no quiere aceptar a un nieto del conde desdichado. Pedro, condestable de Portugal, que se ofrece a la Diputación de Barcelona creyendo que, por ser hijo de Isabel de Urgel, va a ser recibido con los brazos abiertos. Su petición fue desatendida, y entonces, por iniciativa del abad de Montserrat, la Diputación propuso tomar por rey a Enrique IV de Castilla, pues tenía mejores derechos que Juan II, ya que el reino de Aragón, decían los sublevados catalanes, pertenecía al reino de Castilla, puesto que su abuelo Enrique III pasaba antes que el hermano menor, Fernando de Antequera. Es decir que, aun para estos hombres, en medio de su rebeldía contra el rey y de su hostilidad contra la reina, Caspe representaba no sólo lo más razonable desde el punto de vista utilitarista, sino la solución justa, intachable y de una firmeza granítica.

 La gran monarquía

 Pero si el Compromiso era para los pueblos una razón de unidad, lo era más todavía para los reyes de una misma estirpe que ahora gobernaban en Aragón y en Castilla. Todo su esfuerzo va a ser convertir aquella unión familiar en una unión personal. Por eso, antes de morir aconseja Enrique III de Castilla que su hija María se case con el primogénito de su hermano Fernando de Aragón y, efectivamente, la “Noble reina fue la esposa del rey Magnánimo”. 

Por eso, Isabel (la Católica), con el fin de hacer que su hermano Enrique IV aceptase su unión con el príncipe aragonés, le presentaba este matrimonio como más honrado y provechoso, “considerando la unidad de nuestra antigua progenie e lo que se añadiría a la corona d’estos vuestros regnos por causa de tal matrimonio e los merescimientos muy claros de don Fernando de Aragón, abuelo del dicho príncipe rey de Sicilia, y hermano del muy esclarecido príncipe de gloriosa memoria, don Enrique, abuelo de vuestra señoría y mío, cuya postrimera voluntad, expresa en su testamento, fue que siempre se continuasen nuevas conexiones matrimoniales por línea recta del dicho rey, don Fernando, su hermano”.

 Por eso, ante las dificultades que surgían por todas partes en torno al matrimonio de aquella princesa Isabel, a la cual se ha llamado la novia de Occidente, ante las impertinencias de su hermano Enrique, ante las ofertas de Inglaterra, ante las importunaciones del duque de Guyena y las melosidades de Francia y las exigencias de Portugal, la resistencia de Isabel tiene un apoyo infatigable, generoso, decidido y vigilante en el viejo rey de Aragón (Juan II), casi ciego, pero el más clarividente de los políticos de su tiempo, que en medio de las rebeldías de sus súbditos y de las luchas con los franceses, no olvidaba nunca la mano de la princesa castellana.

 Juan II de Aragón, nacido en Castilla, aragonés de corazón, y más que aragonés y castellano, español, había visto que la unión de Castilla y Aragón en su hijo Fernando y en la joven Isabel haría la gran monarquía capaz de hacer frente a otros poderes que se alzaban ya en el horizonte de Europa. Después de leer el libro que le dedicó el historiador catalán Vicens Vives nos damos cuenta de que, sin mermar el tesón de la novia ni el entusiasmo del novio, fue el principal artífice de aquella unión. La concibió con visión certera, la planeó con suprema habilidad, la negoció con generosidad, hasta cuando tenía hipotecado el collar de perlas y pedrería que debía servir a modo de arras. Compra, adula desarrolla prodigios de diplomacia y astucia, insiste, transige, renuncia y al fin puede ver realizado aquel ideal unitario y, cuando realizada ya la ceremonia de Valladolid, llega el príncipe al campamento, escucha con satisfacción y orgullo a un poeta catalán que, en castellano aragonés, saluda la llegada del rey príncipe “que va a ser rey de toda Castilla y luego monarca del mundo”.

 Las ventajas de la unidad

 Todo esto no era más que el corolario del gran día en que san Vicente Ferrer cantó con fervorosa palabra la hermandad de todos los españoles, interpretando el sentir universal. Por un momento prendió un urgelismo egoísta y ciego, llamarada fugaz, que es extinguió ante la hostilidad y la indiferencia. Después, ni los elementos más opuestos al tercero de los Trastamaras se atrevieron a discutir la justicia de la resolución de los nueve. Hasta el anónimo autor del “Fin del conde de Urgel”, tan apasionado por su ídolo, reconoce “los beneficios de la unidad, la fuerza y la grandeza traída por el buen rey don Fernando de Antequera”.

 Era necesario llegar al siglo XX para ver cómo nace una escuela histórica romántica y sentimental, que no cesa de lamentarse de la “debilidad” del rey Martín, de la claudicación de Cataluña, de la “traición” de san Vicente Ferrer, de la “felonía” de Aragón y de la desgracia del pobre conde, que en realidad era un indeseable, a quien el rey Martín apartó de las gradas del trono de una manera consciente y con una voluntad inquebrantable.

 Y gracias a eso, el acto del 28 de junio de 1412 tuvo su lógica coronación en el del 19 de octubre de 1469; gracias a eso, España entraba en la época moderna con una pujanza que pronto se convertirá en hegemonía europea; gracias a eso, un andaluz, Gonzalo de Córdoba, hacía triunfar en los campos de Italia la reclamaciones seculares de Aragón y Cataluña; gracias a eso, la amenaza que avanzaba por Oriente pudo ser alejada del Mediterráneo occidental. ¿Qué hubiera sido del condado barcelonés y del reino de Aragón ante la gran monarquía francesa unificada y, tradicionalmente, aliada de Castilla, y ante las flotas innumerables de Mahomed II y de Solimán el Magnífico? ¿Seguiríamos siendo cristianos sin aquella España poderosa que se anunció el 19 de octubre?


Revista FUERZA NUEVA, nº 1657-Mar-1970

(*) Casa de Trastamara


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