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jueves, 16 de octubre de 2025

Héroes de la División Azul

 Artículo de 1968

  HÉROES DE LA DIVISIÓN AZUL

 Como ya conocen los lectores, la Asamblea de la Orden de San Fernando acordó conceder al capitán Palacios, hoy teniente coronel de nuestro glorioso Ejército, la Cruz Laureada, previo el oportuno expediente de juicio contradictorio y tras el examen minucioso de los méritos contraídos por dicho oficial divisionario en la batalla de Krasny Bor, el día 10 de febrero de 1943, en el frente ruso al mando de la 5ª compañía del 2º batallón del Regimiento 262, encuadrado en la División Española de Voluntarios contra el comunismo, universalmente conocido para la historia bajo el imperecedero nombre de División Azul, por ser éste el color de las camisas que vestían sus voluntarios.

 A tenor de lo dispuesto en los artículos 82 a 84 del Reglamento de la Orden, el propio Caudillo de España “se ha dignado hacerlo por su mano” y así ha sido solemnemente impuesta la Laureada -la más preciada condecoración militar del mundo- sobre el pecho del capitán Palacios, al frente de una Brigada compuesta por tropas de los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire, entre los que ocupaba lugar destacado el Batallón de Alumnos de la Escuela Naval Militar, en el marco de la Semana Naval de Santander, el pasado mes de julio. “S.E. el Jefe del Estado, en nombre de la Patria, os hace Caballero de San Fernando como premio a vuestro heroico comportamiento militar”. Y un escalofrío de emoción turbó los corazones en la soleada mañana, ante el recuerdo de los sacrificios sin límite que estas palabras se encerraban.

 Con posterioridad, la Patria agradecida ha devuelto el beso que otrora recibiera, sobre las frentes doloridas del cabo Gumersindo Pestaña y del soldado Victoriano Rodríguez. Estos voluntarios han sido galardonados con la Medalla Militar Individual, que también les ha sido impuesta con la solemnidad propia de este premio al valor distinguido, creado en 1918 “como recompensa ejemplar de los hechos y servicios muy notorios realizados frente al enemigo”.

 Pude oír una emisión radiofónica en la que se celebraba una entrevista con el famoso Victoriano Rodríguez. Al preguntarle, como final, si quería añadir algún nuevo comentario, dijo que aquella Medalla, entonces recién otorgada, le hacía feliz, pero no del todo, porque otros camaradas también la habían merecido y él esperaba ilusionado el momento en que ellos vieran asimismo sus hechos recompensados con el agradecimiento público de la Patria que tan ardorosamente defendieran en la marca europea, hace ya 27 años.

 Esto nos trae a la mente al capitán de la vieja Guardia, don Gerardo Oroquieta Albiol, hoy coronel de Infantería, oficial el más antiguo entre los voluntarios de la División Azul cautivos “desde Leningrado a Odessa”, que es el título de un libro debido a su pluma, libro incomprensiblemente olvidado, cuya lectura constituye un verdadero tónico en los tiempos que corren. En uno de sus párrafos dedica a Victoriano Rodríguez y a otros voluntarios -incluido “el pobre Julio Sánchez, que había de fallecer en Rostov sin alcanzar la repatriación”- el siguiente comentario: “… se distinguieron a lo largo de todo el cautiverio, manteniéndose con firmeza en una digna actitud que les honraba como buenos hijos de la Patria”. Y para que nadie nos acuse de andar siempre en las alturas de lo sublime, completaremos el párrafo: “Sólo en alguno se notaba cierto relajamiento, pero había que pensar que no vivíamos el ambiente de los salones de sociedad. Las calamidades y los piojos lo impedían.”

 En otro lugar de su magnífico libro, dice el capitán Oroquieta: “Teníamos confianza en que Dios cobijaría en su seno al teniente Altura, porque fueron acendradas sus virtudes cristianas, y también esperábamos que la Patria, algún día, reconociese el sacrificio de aquel magnífico oficial español”.

 Por todo esto, a mí me ha producido una gran satisfacción la noticia de que el capitán Oroquieta Albiol ha sido propuesto para la concesión de la Laureada como consecuencia de los hechos de que este oficial fue protagonista al frente de su compañía en el frente de Kolpino, el 10 de febrero 1943. Unos 200 hombres componían en total aquella unidad, que era la 3ª del 250 Batallón de reserva móvil, al mando del capitán Miranda, gloriosamente  caído en la acción.

 Su misión era cubrir, frente a la embestida soviética, la carretera Leningrado-Moscú, “hecho que constituía un alto honor” y que “nos confería una responsabilidad inequívoca”.

 Después de toda una jornada de brega, sin ingerir alimento alguno, sin pausas de reposo, con un 80 por 100 de bajas y sólo 37 hombres en condiciones de luchar, entre ellos ocho heridos graves, incluido el propio capitán, “un puñado de españoles seguía en su puesto sobre la carretera. Conservábamos unos cuántos fusiles que respondían a las mil maravillas”.

 Dice Oroquieta: “En los momentos finales murió junto a mí uno de los voluntarios que más brillantemente se batieron. En su rápida agonía pudo gritar ¡Arriba España! y sonriendo levemente hizo ofrenda de su vida. Éramos ya  trece hombres, y de ellos, cinco heridos. Una sección rusa se nos echó encima, despojándonos de todo. Entrábamos en la dolorosa situación de prisioneros. El honor no había sufrido el más leve menoscabo. No cabía más que entregarse en manos de Dios después de un tributo cifrado en más de un noventa por ciento de bajas”.

 Horas antes, el padre Pumariño había celebrado la misa en el búnker de la compañía. “La comunión puso una paz total en nuestro espíritu…” Con tan alto concepto de los valores morales, Oroquieta, que procede de la Legión y que había logrado una plaza en los batallones de marcha casi por asalto, se apresta a rendir tributo a la “conciencia de su responsabilidad porque no en vano se consideraba depositario del honor de su compañía” y “porque pasase lo que pasase estaba decidido a conducirse con la dignidad obligada en un oficial español ante las miserias del cautiverio”. A este tenor están llenas las páginas de esta soberbia lección de ética militar. Hay ejemplos sublimes de gallardía. “Formidable lección de capitanes” llama el comandante mutilado García Sánchez, autor del contexto literario de la obra, a la ejecutoria de Oroquieta, recordando cómo cumpliera en Krasny Bor el artículo 21 de las Ordenanzas Militares: “El oficial que tuviere orden absoluta de conservar su puesto todo trance, lo hará”.

 El libro del capitán Oroquieta está editado en 1958. Hoy (1968), ante tanta deserción, conforta releer cómo se pronuncia “sin odio contra los hombres, pero con insobornable beligerancia contra el sistema comunista, por unos motivos ideológicos hoy tan vigentes como ayer”. Abundan las escenas en que se refleja cuál era la armazón de aquella ideología. El símbolo del yugo y las flechas campea sobre los momentos más sublimes, y cuando la emoción busca salida, esta es siempre el canto del “Cara al Sol”, definido una de las veces ante los guardianes rusos como “una vieja canción proletaria”. Otra, es un italiano, veterano de España y mutilado de ambas piernas, quien lo entona por un ventanuco de la mazmorra como homenaje a los huelguistas del hambre. No falta el tributo de admiración a otros “guripas”; Gil Alpañés, Cantarino, Saldaña, Catalán… y a los camaradas alemanes, italianos, rumanos, húngaros, “con quienes habían participado en una empresa común” y a quienes “unía una misma fe en los destinos de Europa”.

 El propio capitán Palacios es definido como “ejemplo del triunfo del espíritu sobre la materia”. Luego hay momentos tremendos, como la recepción del primer paquete de su madre o la asignación de una “estampica” (Oroquieta es maño, para qué decir) de la Inmaculada al sargento Salamanca con motivo de la Navidad. No faltan las alusiones festivas cuando los rusos quieren sobornar a los remisos con cierto producto gallináceo propicio a la metáfora o durante la graduación de la miopía de Oroquieta a base de doctora rusas, cuando éste llevaba ya “varios años sin ver a una mujer”: “La receta no fue correcta porque quizá estuve más atento a las doctoras que a las letras rusas”.

 Esperamos con ilusión el resultado de la propuesta a favor de este capitán dado por muerto en 1943 y cuyo nombre llevaba la centuria de la Guardia de Franco que fue recibir a Barcelona a los repatriados desde Zaragoza. Al embarcar en Odessa, cuando una lancha con las comisiones se acerca al “Semíramis” en el silencio denso del momento se oye un grito desgarrador: ¡Españoles! ¡Arriba España!

 Para terminar es oportuno decir que aquel grito, calificado por Oroquieta de estremecedor, fue dado… por un sacerdote.

 Armando SÁNCHEZ OLIVA

 Capitán de Aviación


 Revista FUERZA NUEVA, nº 92, 12-Oct-1968

 

lunes, 13 de octubre de 2025

Blas Piñar por la Civilización cristiana europea

 Discurso de 1978

  Blas Piñar en Roma

 EN ESTA HORA DIFÍCIL

 Traducción del discurso pronunciado por Blas Piñar, en Roma, el 7 de octubre de 1978, en la Asamblea General de “Civiltá Cristiana”.

 Hablar en Roma, capital del mundo cristiano y, en cierto modo, capital de Europa, en circunstancias como las presentes y con motivo de la Asamblea General de un Movimiento como “Civiltá Cristiana”, con el que nos unen a los españoles que comparten las ideas que yo puedo representar, tan profundas afinidades, conmueve y alerta.

 Conmueve, porque la Iglesia y el mundo en que la Iglesia ha ejercido más intensamente su influjo conformador atraviesan una crisis “in radice”. Y alerta, porque tan sólo el hecho de invitar a un español que se ha significado políticamente, para pronunciar este discurso conmemorativo de la batalla de Lepanto, supone que la mirada de muchos se fija en mi Patria y en Fuerza Nueva, cuando una amenaza similar y más poderosa que la de entonces se hace sentir “ad extra” y “ad intra”. “Ad extra” porque el comunismo, “intrínsecamente perverso”, ocupa militarmente gran parte del planeta, y “ad intra” porque el comunismo enajena con su mística falsa, hija del padre de la mentira, amplios sectores del planeta, todavía no sujeto a su brutal tiranía.

 Hoy, 7 de octubre, a la distancia de aquel día lejano, en que la cristiandad ganó una victoria decisiva, conviene que, por su vigencia, recordemos algunas lecciones de aquella jornada singular.

 En primer término, a Nuestra Señora María, en el tiempo histórico de su Hijo, que, como apunta S. Luis María Griñón de Monfort, tiene apariciones fugaces. Toda la Mariología de San Pablo se reduce a decirnos que el Mesías nació de mujer; y los Evangelios, entre el instante de la Anunciación y el del Calvario, nos ofrecen ráfagas luminosas, pero escasas, de una biografía que el Señor quiso velar para sí, como un huerto sellado y privativo.

 Pero después del Calvario y del “Mulier, ecce filius tuus”, María, que absorbida por su Hijo según la carne, estuvo oscurecida y en la penumbra, dedicará hasta el fin de los tiempos, a todos los hijos que nacen de su maternidad espiritual, la atención desbordadamente femenina que aquéllos requieren en su tránsito por el valle de lágrimas.

 María será “Auxilium christianorum” para cada uno, y para las comunidades políticas que hacen profesión de fe en su Hijo y en su divina maternidad. Si al “Mulier, ecce filius tuus” sucede en la solemnidad de la Pasión el “Ecce mater tua”, es lógico que un clamor anhelante de oraciones se eleve hasta Ella cuando el peligro se hace mayor, cuando la “claritas Dei” desaparece oscurecida por el humo de Satanás, al repetirse el “tenebrae factae sunt super universam terram” (Mat. 27,45; Luc. 23,44).

 Entonces, en aquel 7 de octubre, como ahora, los cristianos y la cristiandad, en una de esas confesiones colectivas de impotencia, de visión nítida de las fuerzas espirituales en lucha, de la necesidad de lo trascendente, del “pedid y recibiréis”, elevan sus preces a la Señora en demanda de ayuda, para que Ella, “Virgo potens” aplaste la cabeza de la serpiente.

 S. Pío V, el Papa que recogió la magnífica herencia del Concilio de Trento, el de la auténtica Reforma frente a la revolución luterana, reunido con sus cardenales, miró al cielo de repente e, iluminado por una visión celestial, exclamó: “Cesad los negocios y no pensemos sino en dar gracias a Dios por el triunfo que acaba de conceder a nuestra armada”. María, la Señora, “Regina Sacratísimi Rosarii”, había respondido a la llamada de urgencia, a la petición colectiva de auxilio. La media luna, en el golfo de Lepanto, había retrocedido ante la Cruz, y la Cristiandad, a punto de perecer, se había salvado.

 Pero esta intervención sobrenatural, explícitamente reconocida por la Iglesia, victoria sobre el “mysterium iniquitatis”, actuó a través de causas segundas. Y así como la brisa de la primavera mueve los pétalos para que exhalen su perfume, así también el soplo del espíritu sacude y agiliza la voluntad humana para que ponga en ejercicio su capacidad de acción. Si María fue “Auxilium christianorum”, como hoy nos recuerda la letanía lauretana, fue porque los cristianos de aquel 7 de octubre movilizaron todos sus medios para merecer el auxilio. Es verdad que algunas naciones no quisieron o no pudieron responder a la llamada; pero otras, sí. La respuesta sin condiciones a la convocatoria del Papa la dieron Venecia, por una parte, y España, por otra. Los mejores barcos, marineros y almirantes estuvieron allí. Al frente de todos, nuestro príncipe don Juan de Austria, con Andrea Doria y Álvaro de Bazán, y desconocidos, entre los voluntarios, Miguel de Cervantes, autor luego del “Don Quijote de la Mancha”, y del bello discurso, quizá inspirado en la magnitud de aquella lucha, sobre “las armas y las letras”.

 Pero no quedan ahí las lecciones que hemos de recordar y aprender. La “geopolítica” deviene una constante de influencia histórica, como una calzada del imperio cuyo trazo firme continua imborrable. La configuración del continente y del contenido europeo, el Mediterráneo, con su amplia costa envolvente y sus puertas angostas, y los bastiones anclados de sus grandes islas codiciadas.

 Quienes hoy pretenden apoderarse de Europa se mueven en el mismo teatro de operaciones: y a ese teatro geopolítico subordinan su estrategia y su táctica. Que la mercancía sea diferente no altera el hecho de que la vereda a seguir para llevarla a la misma ciudad sea idéntica.

 Hoy (1978), los tanques soviéticos se hallan en el corazón de Europa, en la mitad de Berlín y en las proximidades de Viena. Pero no muchos años antes de la batalla de Lepanto, el rey de Austria tuvo que entregar una parte de Hungría, y la catedral de Pest fue transformada en mezquita.

 Hoy no es un secreto para nadie que el Mediterráneo perdió su viejo calificativo de “mare nostrum”, surcado por navíos de guerra con la hoz y el martillo, y que la isla de Malta, asediada en 1566, y Chipre, ocupada en 1570, saltan al primer plano de la actualidad por motivos y fricciones que debilitan al llamado mundo libre. Ignorar la escena geopolítica en que se desarrolla el drama presente, y olvidar el “modus operandi” que demostró su eficacia el 7 de octubre de 1571, sería un doble error, a la vez trágico e imperdonable.

 Pero queda por reseñar una cuarta y última lección, que estimo corresponde casi en exclusiva en España, y que hasta el presente, al menos, ha sido relegada al olvido, quizá por lo que albergue de censura para quienes hoy desempeñan en un plano universal papel semejante al que en aquella sazón desempeñamos nosotros.

 La España de aquel tiempo, como ente político, asumió su papel con entereza y con dignidad. No rehusó los sacrificios que su posición le imponía. Subordinó al bien común de la Europa cristiana su interés nacional. España no practicó una política de coexistencia pacífica, como la consagrada definitivamente en Helsinki (1975), porque la amable suavidad de dicha coexistencia, por un lado, reconoce contra todo derecho las anexiones arbitrarias y forzadas impuestas por los comunistas, y de otro, concede un seguro sin contraprestación adversaria, para que el enemigo refuerce su potencial bélico e incremente su penetración subversiva en el llamado mundo libre.

España hizo tres cosas reñidas con ese tipo de coexistencia debilitadora: envió voluntarios catalanes y aragoneses en ayuda de los “kleptas”, es decir, de la guerrilla griega, que continuaba luchando en las montañas contra los jenízaros; acudió en auxilio de Malta y del señor de La Valeta, con treinta galeras que salieron de Sicilia al mando del marqués de Santa Cruz; y, sintiéndose Europa y Cristiandad a un tiempo, llegó, con su príncipe, hasta Mesina.

 El pueblo recibió a don Juan de Austria en una apoteosis delirante, porque ese pueblo, al igual que el príncipe, se sabía cristiano y europeo; y el enviado del Papa entregó al capitán el famoso pendón de Lepanto, el que se guarda como joya de valor inapreciable en el hospital Museo de Santa Cruz de Toledo, mi ciudad natal. En el glorioso estandarte de la victoria del 7 de octubre, la figura de Cristo en la Cruz está bordada sobre fondo de azul damasco, y sobre ese fondo destacan los símbolos de Roma, Venecia y España, como un anuncio de la hermandad de fe y de sangre, en tantas ocasiones repetida, y últimamente en nuestra guerra de liberación nacional, de italianos y españoles.

 ***

Esta evocación en tiempo presente de la jornada de Lepanto -obligada por razón de la fecha y del motivo de la convocatoria que aquí nos reúne- nos lleva de la mano a contemplar las ideas de Dios, de Patria y de Justicia, que se ofrecen como objeto de mi discurso en la invitación de Civiltá Cristiana. ¿No fueron acaso tales ideas, ahincadas en el espíritu de quienes de uno u otro modo participaron en aquella lucha, las que se defendieron en Lepanto con abnegación? ¿No fueron tales ideas las que estimularon el heroísmo de quienes cantando el “Exurgat Deus” libraron a la cristiandad de un inmediato aniquilamiento?

 Pues bien, tales ideas, el grupo político que tengo el honor y el riesgo de presidir en España, las ha hecho suyas y las ha enarbolado como lema. “¡Dios, Patria y Justicia!”. He aquí tres palabras que se repiten en nuestra organización; que se gritan en el curso y al clausurar las concentraciones multitudinarias de Fuerza Nueva; que surgen espontáneas y unánimes, de miles de gargantas juveniles, en los teatros, en los campos de deportes, en las plazas de toros, al aire libre, cuando, respondiendo a nuestra llamada, amplios sectores del pueblo español vienen a escucharnos y respaldarnos. La razón de este lema se halla en las motivaciones personales que nos llevaron a poner en marcha el movimiento y en los objetivos últimos de nuestro quehacer político.

 Quiero hacer una afirmación de entrada: nosotros no somos políticos en los que subyace una inspiración cristiana; somos cristianos que, por una exigencia de la caridad para con la Patria y para sus compatriotas, entramos en el juego político.

 Recuerdo que en un diario católico de fines de siglo XIX leí, escrito en grandes titulares: “Nada, ni un céntimo para la política. Todo, hasta la vida, por la religión”. Salvo, naturalmente la buena fe del autor; pero lo cierto está en que, precisamente, por razones de carácter sobrenatural, la dedicación a la política es un deber que exige la entrega del dinero, del tiempo, de la vida y de la fama,

 Para entenderlo así hay, naturalmente, que distinguir entre política y política, entre Política con mayúscula y política con minúscula, porque aunque los vocablos sean los mismos, son diferentes e incluso antagónicos los conceptos de que son portadores. Ocurre aquí algo parecido a lo que sucede con la palabra amor, que es ambivalente, y lo mismo sirve para designar la devoción generosa de un matrimonio que el concepto efímero y venal en una casa de lenocinio.

 Pues bien, la política con minúscula, es decir, como sucio comadreo, como conquista electoral de votos a cambio de lo esencial, lo mismo que el amor de burdel, no nos interesa ni nos seduce. Al contrario, nos provoca una repulsión irreprimible. Pero la Política, con mayúscula, en la que al “finis operis” se agrega, sublimándola, el “finis  operantis”, nos llama contra nuestro instintivo deseo a la quietud, contra la aversión al riesgo y a la aventura de lo desconocido. La Política, si así se la entiende, no es una diversión ni una carrera. Es una vocación, un llamamiento que nos interpela, nos acorrala y nos acosa, colocándonos en la tesitura de corresponder a la misma, asumiendo su cruz con la esperanza de que el Señor la tornará ligera, o de rechazarla, rehusando la fatiga que esa vocación comporta, pero amargando la comodidad saciada, con el hormigueo de la propia conciencia y con el balance nefasto por el bien común de la inhibición querida (…) Lepanto, María “Auxilium Christianorum” y Regina Sacratissimi Rosarii”. “Dios, Patria, Justicia”, en esta hora difícil de la antigua Cristiandad y de Europa.

 Permitidme que os diga que yo, a la altura de mi tiempo, precisamente por ser y por sentirme español, creo en Europa y quiero servir a Europa. Para mí, Europa no es un trozo de tierra delimitado en un mapa, ni un mercado común, ni un bloque militar a la defensiva. Tampoco es Europa una civilización, sino que es, o ha sido, la civilización. Lo que ha dado unidad espiritual y cultural a Europa, lo que convirtió a Europa en faro y guía, haciendo tránsito de su ser a otras vastas regiones del planeta, fue la asimilación por sus patrias de los valores intemporales que sacan al hombre de su miseria, y ya en este mundo le elevan y redimen.

 Sólo restaurando esos valores intemporales, Europa puede escapar al empuje convergente de la amenaza y de la  autodestrucción. Para ello hacen falta europeos de todas las patrias de Europa, tocados por el sentido de misión, dispuestos a buscar en la mística profunda de un cristianismo no falsificado la fuente de su voluntad heroica.

Invoquemos, para que nos sonría la esperanza, a San Benito, el gran italiano, patrón de Europa, y a María “Auxilium Christianorum”.

 ¿Sabéis que en el Peñón de Gibraltar se veneraba una imagen de Nuestra Señora de Europa? ¿Y sabéis que esa imagen estuvo presente en la batalla de Lepanto? ¿Y sabéis que esa imagen, destruida por iconoclastas protestantes durante la guerra de sucesión, fue sustituida por un lienzo que hoy se halla en una iglesia de las Hermanitas de los Pobres, del Campo de Gibraltar? ¿Y sabéis que otro lienzo de Nuestra Señora de Europa fue enviado desde España a Roma para ser bendecido por Juan XXIII, y llevado hasta los Alpes Dolomitas, por donde pasaron Carlomagno y Carlos V, los dos grandes paladines cristianos de la Europa unida y colocado en la iglesia de la Madonna de Campiglio, en Trento?

 En torno a la Virgen y Madre de Europa, casi adolescente, despeinada y rubia, con manto azul y mirada soñadora, se alzan las banderas de nuestras Patrias. Que Ella las bendiga para que Europa sea de nuevo una, grande y libre.

 (Una fuerte ovación acabó el discurso de nuestro presidente)


Revista FUERZA NUEVA, nº 616, 28-Oct-1978

 

domingo, 12 de octubre de 2025

Repaso a cien años de Tradicionalismo (1868-1968)

 Curioso artículo de 1968, anterior a la designación de Juan Carlos como futuro rey

  CENTENARIO DE UNA REVOLUCIÓN (1868-1968)

 Fue don Juan Vázquez de Mella quien el 29 de septiembre de 1892, en el “Correo Español”, nos señaló la “¡Coincidencia providencial!” en dos muy importantes 29 de septiembre. Esa coincidencia ha continuado repitiéndose tras la muerte del tribuno de la Tradición y de la Hispanidad.

 La historia del Tradicionalismo está ligada íntimamente a la del liberalismo y a las hijuelas de éste, como la historia del bien está ligada a la del mal y la de la verdad a la del error. No somos fatalistas, sino providencialistas. De las coincidencias providenciales debemos sacar enseñanzas y debemos analizarlas.


 29 de septiembre de 1833. Muere Fernando VI y se entroniza a Isabel II

 Hace 135 años (1833-1968) moría, el 29 de septiembre, Fernando VII y con él moría también al decir de Vázquez Mella, “el absolutismo regalista e ilustrado que había desnaturalizado la antigua y castiza Monarquía tradicional, y comenzó el régimen parlamentario, tiranía oligárquica o corruptela, o mejor dicho, anulación lo más completa de la gran institución nacional”.

 En esa fecha subió al trono de los Reyes Católicos la niña Isabel II, para defender ese liberalismo parlamentario, hijo del absolutismo. Simultáneamente los carlistas abanderan la Tradición para recuperar el destino de las Españas y la institución monárquica, instituyendo rey a Carlos María Isidro, Carlos V.

 Desde entonces, salvo escasos periodos de tiempo, la España oficial había de está reñida con la España tradicional y auténtica.

 Una guerra de siete años, como punto inicial, y la serie de desastres políticos que han sido consecuencia de la existencia de las dos Españas, la verdadera y la falsa, han sido el balance de aquel 29 de septiembre de 1833.


 29 de septiembre de 1868. Destronamiento de Isabel II. Revolución del duque de la Torre

 Treinta y cinco años más tarde, según la explicación de Mella, “salía doña Isabel, la hija de Fernando VII, de España, habiendo tenido cerca de 500 ministros; tantos pronunciamientos, por lo menos, como años de Monarquía, amenizados por el asesinato de los religiosos y el despojo de la Iglesia, llevando por toda compañía cuatro carlistas vascongados, que le sirvieron de escolta de honor al traspasar la frontera”.

 Las fuerzas políticas que la habían entronizado para que sirviera a sus intereses, la empujaron el destierro. Llegada a su madurez política, habiendo adquirido experiencia y conocimiento del equipo que la rodeaba, quiso oponerse, de vez en cuando, a sus sectarismos, y la masonería que la había traído, se confabulaba contra ella, y hombres de tanta confianza íntima como el general Serrano, duque de la Torre, abandonan a “su” reina.

 Es entonces cuando el pueblo tradicionalista, que había respetado los últimos años del reinado de Isabel II y que incluso, una pequeña representación la acompañó hasta el destierro, ve a ciencia cierta la hecatombe que propugna la revolución liberal, y capitaneado por el joven Carlos VII, se apresta nuevamente a morir y a ser traicionado por los poderes ocultos, tras otra guerra de cuatro años. Se lucha contra el Gobierno provisional de la Regencia del duque de la Torre, contra la monarquía de Amadeo, contra la I República y contra la Monarquía saguntina, alfonsina o liberal.

 “De todos sus servidores -sigue diciendo Mella- y partidarios no salieron dos siquiera a la calle y al campo a gritar “Viva Isabel II”. Todos la abandonaron con una ingratitud que encierra dolorosas enseñanzas”.


 29 de septiembre de 1909. Muerto Carlos VII, la tradición no muere

 Cuarenta años más tarde, en septiembre de 1908, se vio claramente que la revolución liberal seguía royendo las entrañas españolas, a la par que degeneraba en bastardas revoluciones. Tuvo lugar el primer Congreso anarquista y se constituyó la C.N.T., permaneciendo impasible el régimen de Alfonso XIII, continuador de la Monarquía liberal y saguntina, y sin que se diera cuenta del cáncer político que la minaba.

 Al año siguiente, 1909, muere Carlos VII y le sucede su hijo Jaime III, precisamente en un 18 DE JULIO, fecha que había de constituir, tras veintisiete años más, el inicio de la más moderna de las Cruzadas. Pues bien, si el 29 de septiembre de 1909, mientras las tropas españolas ocupan el Gurugú africano, como hecho y símbolo de que la España tradicional e imperial no había muerto, Jaime III se decide a enarbolar la bandera de esa Tradición y empieza la redacción del primer manifiesto que había de suscribir pocos días después.

 La revolución liberal continuaba carcomiendo la Monarquía, y el anarquismo y el socialismo -hijos del liberalismo- preparaban la muerte del liberalismo. Entretanto, la Tradición se mantenía firme, a pesar de la muerte de Carlos VII. Por esas mismas fechas, Jaime III escribía la frase de que “hacía suyos los principios religiosos y patrióticos de sus antepasados y todos los manifiestos de Carlos VII, desde la carta al Infante don Alfonso Carlos hasta las afirmaciones religiosas y patrióticas de su testamento político”.


 29 de septiembre de 1931. Muere Jaime III y el anciano Alfonso Carlos pasa a ser Caudillo

 Pasaron veintidós años más. Llegamos al fatídico 1931, en cuyo 14 de abril Alfonso XIII consumó el “segundo abandono” de la Monarquía. Al nieto de Isabel II tampoco le acompañaron los suyos. Los que más lo sintieron fueron los que no eran sus partidarios, los carlistas. En septiembre, el monarca autodestronado se entrevista con su primo Jaime III, a quien confesó que no tenía tantos y tan buenos monárquicos como el abanderado de la Tradición (¡cómo los iba a tener, si él no representaba más que una institución hueca y sin contenido ideológico positivo!)

 El 29 de septiembre cae mortalmente enfermo don Jaime. Sólo escasos días habían de pasar para entregar su alma al Redentor. En realidad, dejó de existir en ese final de septiembre de 1931, mientras se debatía el ser o el no ser de España, en luchas intestinas entre los republicanos que se enfrentaban con la España tradicional.

 El peso de la bandera recayó sobre el último vástago varón superviviente de la dinastía insobornable, en el anciano e íntegro don Alfonso Carlos, quien en su juventud había defendido la Puerta Pía del Vaticano, armado con la espada de su abuelo Carlos María Isidro, y que había de dirigir al ejército carlista de Cataluña como general en jefe.


 29 de septiembre de 1936. Muere don Alfonso Carlos y Francisco Franco pasa a ser el Caudillo de todos los españoles

 Veintisiete años transcurridos desde aquel 18 de julio en que ocurriera la muerte de Carlos VII, advino el 18 de Julio definitivo, el del Alzamiento de los partidarios de los mismos principios que aquél capitaneara, acompañados de fuerzas y nuevas y juveniles, juntamente con lo más selecto del Ejército. No se podía consentir que la auténtica España se nos muriera entre las manos.

 Don Alfonso Carlos obró la maravillosa unión de todos los tradicionalistas, en un apretado haz. Representado por su sobrino, don Javier Borbón Parma, dio las órdenes de movilización de las fuerzas tradicionalistas. Llega el 29 de septiembre del mismo año y muere el anciano Caudillo.

 Entre tanto, el bilaureado general Varela, carlista y organizador de las fuerzas del Requeté, entraba victorioso -en un 29 de septiembre- a salvar la vida de los héroes supervivientes del Alcázar de Toledo, y en ese mismo día, el “Boletín Oficial” del Nuevo Estado publicaba el decreto por el que otro Caudillo, el general Franco, habría de instaurar la Monarquía Tradicional, Católica, Social y Representativa, que durante más de cien años habían defendido los carlistas abanderados por Carlos V, Carlos VI, Carlos VII, Jaime III y Alfonso Carlos, en oposición a la Monarquía liberal y las dos repúblicas antiespañola.


 29 de septiembre de 1968. La Tradición sigue viva a pesar de que el liberalismo está aliado con sus enemigos

 Ha transcurrido cien años (1968) desde la revolución de Serrano, Prim y Topete. El error continúa -y continuará- combatiendo a la Verdad, y la España afrancesada, liberal y marxista sigue luchando contra la España auténtica, tradicional y social. Los derrotados militarmente en 1939 se esfuerzan en ser victoriosos políticamente, y quieren -para ello- anular y suprimir el 18 de Julio y el 1 de abril de 1939.

 La Tradición se resiste -y se resistirá- a ser vencida y traicionada por tortuosas sendas de cobardía. El liberalismo con sus nuevas formas de progresismo y de cristianismo democrático y socialista quiere mantener su poderío monopolístico y totalitario.

 Dios quiera que este año centenario de la llamada “revolución de septiembre” o “Gloriosa”, sea una reafirmación de la institución de la Monarquía Tradicional, y que no se dé ningún paso en falso, que no sería más que una continuación de las catástrofes del 29 de septiembre de 1833 y del 29 de septiembre de 1868.

 Roberto G. Bayod Pallarés


Revista FUERZA NUEVA, nº 88, 14-Sep-1968

 

lunes, 6 de octubre de 2025

Virtudes políticas de Isabel la Católica

 

 VIRTUDES POLÍTICAS DE LA REINA ISABEL

  No es necesario ser un especialista del reinado de los Reyes Católicos, ni siquiera un historiador, para darse cuenta de que la Reina poseyó en grado sumo las virtudes que deben adornar a un político.

 Ya sé que hay historiadores que afirman que Fernando fue mejor político que Isabel. Esto se debe a que damos a la política un sentido equívoco. Si por político se entiende solamente ser hábil y diplomático, no hay inconveniente en ceder la palma al Rey Católico.

 Pero la habilidad y la diplomacia son virtudes menores en un político. Los grandes políticos deben poseer virtudes mayores. Y esas las poseyó, como he dicho, en grado sumo, la Reina Católica.

 ***

Para demostrar esa afirmación no hay más que conocer su obra. Lo que la Reina hizo durante los treinta años de su reinado demuestra palmariamente que poseyó en grado sumo las grandes virtudes del gran político.

 Si no las hubiera tenido, ¿hubiera podido conseguir levantar España desde el caos en que la encontró hasta la grandeza en que la dejó al morir? Descontado lo que se puede atribuir a la suerte, que no fue poco, ¿no queda bastante para admirar sus dotes políticas?

 Solamente quienes conozcan cómo encontró a España y cómo la dejó, pueden medir las virtudes políticas de quien tal hazaña consiguió. Otras plumas, en este mismo número, se encargarán de describir semejante hazaña.

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La virtud fundamental del gran político es la prudencia. No le deben faltar la justicia, la fortaleza y la templanza, pero en la reina Isabel sobresalió la prudencia. Ha sido Felipe II quien ha pasado a la historia con el sobrenombre de “el Rey prudente”, pero también la reina Isabel hubiera merecido llevarlo.

 Como la primera cualidad del gobernante es la de acertar en la elección de sus más importantes colaboradores, quien sepa quiénes fueron los de la reina Isabel tendrá que reconocer que en eso tuvo un acierto total. Sin haberse rodeado de tales colaboradores, de poco le hubieran servido sus otras dotes políticas.

 ¿Fue cosa de suerte? La suerte puede sonreír algunas veces, pero cuando la suerte es habitual, ya no es suerte; es el resultado de una gran virtud: la del conocimiento de los hombres. La reina Isabel poseyó esa virtud en grado excelso. ¿Intuición? Como se quiera. Quien no la posea, no podrá ser un gran político.

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José Antonio dijo que “a los pueblos no los han movido nunca más que los poetas”. La Reina Católica movió al pueblo español. ¿Con qué clase de poesía?

 En primer lugar, con la poesía de la fe religiosa. Esa poesía llevó al pueblo español a la conquista del reino de Granada, a la expulsión de los judíos y de los musulmanes, a la reforma de la Iglesia, a la cristianización de América. Con ello se consiguió la unidad religiosa de España, base de nuestra unidad nacional.

 Y, en segundo lugar, con la poesía de la fe en los destinos de Castilla y de España. A esa poesía se debió la sumisión de los aristócratas de entonces a la Corona, el desarrollo de la cultura, la mirada hacia el continente africano, la civilización de la América recién descubierta y el apoyo prestado al rey consorte en sus empresas de Francia y de Italia.

 La reina Isabel fue una mujer de fe inmensa: de fe religiosa y de fe patriótica. Sin esas dos alas, ningún político podrá volar a gran altura. Con ellas, la reina Católica se elevó a la mayor altura de la historia de España.

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Otra gran virtud política es, por ejemplo, la previsión. En ella sobresalió la reina Isabel. El gran genio que fue Napoleón no tuvo esa virtud y por eso, a su muerte, se derrumbó el gran imperio que soñó para su país. El imperio fundado por Isabel no murió con ella, sino que, gracias a su previsión y a pesar de las circunstancias adversas, se mantuvo durante una centuria.

 Un político no puede ser grande si no gobierna con rectitud de intención. Y en esto, la reina Católica superó con mucho a Fernando de Aragón. Su rectitud de intención la libró de cometer incorrecciones graves en la adjudicación de cargos políticos y religiosos y la impidió dar malos ejemplos a los gobernantes de segunda fila. Sin rectitud de intención se podrá ser un hábil político, pero nunca un gran político.

 Y fue, la reina Isabel, una gran patriota. Su mirada estuvo puesta siempre, no en su familia ni en sus amistades, sino en la España que estaba fundando. Cosa muy de admirar en un momento en que los políticos de su tiempo, en España y fuera de ella, se preocupaban más del esplendor de la Corte que de la grandeza de la Patria. Ella vivió para Dios y para España.

 Amó también la justicia. Un slogan de toda su vida fue el de hacer justicia. Justicia con todos: con los poderosos y con los desvalidos, con los acreedores al premio y con los merecedores de castigo, con los conquistadores de América y con los indios conquistados.

 Fue firme en el obrar. No le tembló el pulso al firmar sus grandes reales órdenes. Que se nos diga cuántas reinas han demostrado, junto a la ternura de la mujer, la firmeza viril de la Reina Isabel. Ella sí que fue la “mujer fuerte” de que habla la Sagrada Escritura.

 La brevedad del artículo no me consiente poner aquí un capítulo que podría titularse “En el que se demuestra lo dicho con algunos ejemplos”. Pero los conocedores de la vida de la Reina podrán decir si he exagerado al hablar de sus grandes virtudes políticas.

 ***

Y fue santa. No ha sido canonizada por la Iglesia, ni puede que lo sea próximamente porque no soplan por ahí los actuales vientos de la historia ni los de la Iglesia.

 Pero no perdamos la esperanza. Ya cambiarán los vientos y entonces se hará justicia, no sólo a las virtudes políticas de la gran Reina, sino a sus virtudes cristianas. Y será la reina Católica y la reina Santa.

 P. Venancio Marcos


Revista FUERZA NUEVA, nº 147, 1-Nov-1969

 

martes, 16 de septiembre de 2025

El Compromiso de Caspe (1412) , raíz de la unidad española, visto desde Cataluña

  (Artículo de 1969)

 CATALUÑA Y LA UNIDAD ESPAÑOLA (DOS FECHAS)

 Por  Fray Justo Pérez de Úrbel

Se conmemora en Valladolid (1969) la fecha del 19 de octubre del año 1469, evocando la ceremonia del matrimonio de la princesa Isabel con el príncipe Fernando, y en ella la unión de las coronas de Castilla y Aragón, un paso definitivo en el quehacer de España. El acto revistió la mayor solemnidad, pero tal vez no tuvo la resonancia que el hecho requería. Pasados ya unos meses, conviene insistir en la trascendencia que esa fecha tiene en ese tejer misterioso que la Providencia realiza en nuestro solo peninsular.

 Pero esa fecha nos hace pensar en otra, que es como su premisa y anuncio: la del 28 de junio de 1412, día en que san Vicente Ferrer leyó solemnemente la sentencia de los compromisarios de Caspe, por la cual el abuelo de aquel príncipe Fernando, el vencedor de Antequera, un infante castellano, era proclamado conde de Barcelona y rey de Aragón.

 Desde este instante el acercamiento se va acrecentando paulatinamente hasta llegar a esa unión tan tesoneramente buscada por la princesa de Castilla y más aún por la casa real de Aragón. Ya la misma estirpe (*) gobierna en los dos reinos más importantes de la Península. Los infantes de Aragón son señores poderosos de Castilla; don Enrique de Villena escribe en castellano y en catalán; el arcipreste de Talavera pasa largos años en Barcelona; diversas obras castellanas corren traducidas al catalán; se aclara y afianza la conciencia de la unidad espiritual de España; ya puede escribir el marqués de Santillana: “Patria mía, España”, y desde Aragón se llamaba a don Álvaro de Luna “el mayor hombre d`Espanya”.

 Sensibilidad política

 Antes del acto del 28 de junio de 1412, el arzobispo de Tarragona, uno de los compromisarios, podía declarar que el conde de Urgel, a su entender, tenía mejor derecho, pero que la candidatura de Fernando de Antequera era más provechosa para su tierra. Esto quería decir, en definitiva, que el corazón iba por un lado y la cabeza por otro. Votó por el conde, su amigo, pero se sometió a la decisión de sus compañeros. Hubo otro voto catalán con el cual se cumplió el acuerdo previo; fue el del mercader y banquero Gualbes, el representante de una burguesía que, desde hacía algún tiempo, estaba pasando por una profunda crisis. Tal vez él siguió el camino del provecho. Por una cosa o por otra, Cataluña demostró una exquisita sensibilidad política.

 El conde de Urgel se rebeló contra su afortunado competidor, pero apenas hubo urgelistas fuera de doña Brianda de Luna, abadesa de Trasoveres. El conde rebelde no cuenta con nadie en los tres estamentos catalanes. Hay, sí, un urgelista, que unos años más tarde escribe una apología del malaventurado pretendiente con el título de “El fin del conde de Urgel”, y en ella, a vueltas de denuestos contra la democrática Castilla y contra el atajo de chamorros, vizcaínos navarros y marranos que mangoneaban en torno a los nuevos señores, tiene que reconocer que el buen conde se perdió en el cerco de Balaguer, “porque tenía en contra suya todo el reino y todos los barones y caballeros y toda la gentileza y todos los pueblos”.

 Y que Cataluña no se arrepiente del paso que se había dado en Caspe lo demuestra unas décadas más tarde, cuando se levanta contra el hijo de Fernando de Antequera. No es a Castilla a quien rechaza sino a Juan II. En busca de un rey, no quiere aceptar a un nieto del conde desdichado. Pedro, condestable de Portugal, que se ofrece a la Diputación de Barcelona creyendo que, por ser hijo de Isabel de Urgel, va a ser recibido con los brazos abiertos. Su petición fue desatendida, y entonces, por iniciativa del abad de Montserrat, la Diputación propuso tomar por rey a Enrique IV de Castilla, pues tenía mejores derechos que Juan II, ya que el reino de Aragón, decían los sublevados catalanes, pertenecía al reino de Castilla, puesto que su abuelo Enrique III pasaba antes que el hermano menor, Fernando de Antequera. Es decir que, aun para estos hombres, en medio de su rebeldía contra el rey y de su hostilidad contra la reina, Caspe representaba no sólo lo más razonable desde el punto de vista utilitarista, sino la solución justa, intachable y de una firmeza granítica.

 La gran monarquía

 Pero si el Compromiso era para los pueblos una razón de unidad, lo era más todavía para los reyes de una misma estirpe que ahora gobernaban en Aragón y en Castilla. Todo su esfuerzo va a ser convertir aquella unión familiar en una unión personal. Por eso, antes de morir aconseja Enrique III de Castilla que su hija María se case con el primogénito de su hermano Fernando de Aragón y, efectivamente, la “Noble reina fue la esposa del rey Magnánimo”. 

Por eso, Isabel (la Católica), con el fin de hacer que su hermano Enrique IV aceptase su unión con el príncipe aragonés, le presentaba este matrimonio como más honrado y provechoso, “considerando la unidad de nuestra antigua progenie e lo que se añadiría a la corona d’estos vuestros regnos por causa de tal matrimonio e los merescimientos muy claros de don Fernando de Aragón, abuelo del dicho príncipe rey de Sicilia, y hermano del muy esclarecido príncipe de gloriosa memoria, don Enrique, abuelo de vuestra señoría y mío, cuya postrimera voluntad, expresa en su testamento, fue que siempre se continuasen nuevas conexiones matrimoniales por línea recta del dicho rey, don Fernando, su hermano”.

 Por eso, ante las dificultades que surgían por todas partes en torno al matrimonio de aquella princesa Isabel, a la cual se ha llamado la novia de Occidente, ante las impertinencias de su hermano Enrique, ante las ofertas de Inglaterra, ante las importunaciones del duque de Guyena y las melosidades de Francia y las exigencias de Portugal, la resistencia de Isabel tiene un apoyo infatigable, generoso, decidido y vigilante en el viejo rey de Aragón (Juan II), casi ciego, pero el más clarividente de los políticos de su tiempo, que en medio de las rebeldías de sus súbditos y de las luchas con los franceses, no olvidaba nunca la mano de la princesa castellana.

 Juan II de Aragón, nacido en Castilla, aragonés de corazón, y más que aragonés y castellano, español, había visto que la unión de Castilla y Aragón en su hijo Fernando y en la joven Isabel haría la gran monarquía capaz de hacer frente a otros poderes que se alzaban ya en el horizonte de Europa. Después de leer el libro que le dedicó el historiador catalán Vicens Vives nos damos cuenta de que, sin mermar el tesón de la novia ni el entusiasmo del novio, fue el principal artífice de aquella unión. La concibió con visión certera, la planeó con suprema habilidad, la negoció con generosidad, hasta cuando tenía hipotecado el collar de perlas y pedrería que debía servir a modo de arras. Compra, adula desarrolla prodigios de diplomacia y astucia, insiste, transige, renuncia y al fin puede ver realizado aquel ideal unitario y, cuando realizada ya la ceremonia de Valladolid, llega el príncipe al campamento, escucha con satisfacción y orgullo a un poeta catalán que, en castellano aragonés, saluda la llegada del rey príncipe “que va a ser rey de toda Castilla y luego monarca del mundo”.

 Las ventajas de la unidad

 Todo esto no era más que el corolario del gran día en que san Vicente Ferrer cantó con fervorosa palabra la hermandad de todos los españoles, interpretando el sentir universal. Por un momento prendió un urgelismo egoísta y ciego, llamarada fugaz, que es extinguió ante la hostilidad y la indiferencia. Después, ni los elementos más opuestos al tercero de los Trastamaras se atrevieron a discutir la justicia de la resolución de los nueve. Hasta el anónimo autor del “Fin del conde de Urgel”, tan apasionado por su ídolo, reconoce “los beneficios de la unidad, la fuerza y la grandeza traída por el buen rey don Fernando de Antequera”.

 Era necesario llegar al siglo XX para ver cómo nace una escuela histórica romántica y sentimental, que no cesa de lamentarse de la “debilidad” del rey Martín, de la claudicación de Cataluña, de la “traición” de san Vicente Ferrer, de la “felonía” de Aragón y de la desgracia del pobre conde, que en realidad era un indeseable, a quien el rey Martín apartó de las gradas del trono de una manera consciente y con una voluntad inquebrantable.

 Y gracias a eso, el acto del 28 de junio de 1412 tuvo su lógica coronación en el del 19 de octubre de 1469; gracias a eso, España entraba en la época moderna con una pujanza que pronto se convertirá en hegemonía europea; gracias a eso, un andaluz, Gonzalo de Córdoba, hacía triunfar en los campos de Italia la reclamaciones seculares de Aragón y Cataluña; gracias a eso, la amenaza que avanzaba por Oriente pudo ser alejada del Mediterráneo occidental. ¿Qué hubiera sido del condado barcelonés y del reino de Aragón ante la gran monarquía francesa unificada y, tradicionalmente, aliada de Castilla, y ante las flotas innumerables de Mahomed II y de Solimán el Magnífico? ¿Seguiríamos siendo cristianos sin aquella España poderosa que se anunció el 19 de octubre?


Revista FUERZA NUEVA, nº 1657-Mar-1970

(*) Casa de Trastamara