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lunes, 6 de octubre de 2025

El latín, desterrado de la Iglesia y la enseñanza

 Artículo de 1970

 

  Ante la futura Ley de Educación

 «RAZA LATINA»

 Escribe MARCELINO OLAECHEA, Arzobispo dimisionario de Valencia

 Con sinceridad, sin empaque ni en gestos ni en palabras, con natural sencillez, habló por televisión el señor ministro de Educación y Ciencia, pidiendo la cooperación de todos para que el Proyecto de Bases de una Política Educativa -abierto de par en par a la crítica- llega a ser pronto una consoladora realidad.

 Le oí con gusto y sentí el gozo de coincidir con él. El Libro Blanco abre nuevas rutas a la educación, y las abre con tal acierto y anchura que merece sincero aplauso.

 Trabajador animoso en tantos años de mi vida por los fueros de la sana libertad de enseñanza y la mayor cultura en particular de los económicamente débiles, no puedo dejar de acudir a la llamada del señor ministro, aunque no tenga mi esfuerzo más valor -pero éste sí lo tiene- que el de mi amor a la educación y la ausencia de todo interés personal y de grupo.

 Pongo mi granito de arena en la obra, rogando a los procuradores en Cortes llamados a discutir el Proyecto que pasen al artículo 24 como materia común del Bachillerato las llamadas “Humanidades” y, en particular, la lengua latina que consta en el artículo 25 como materia optativa.

 Rompe mi ruego una lanza en la mejor compañía: la de la Real Academia Española, cuya propuesta hacen, sin duda, suya, la Comisión Episcopal de Enseñanza, la FERE y tal vez la mayoría de catedráticos y profesores de Educación Media.

 Reservando a mejores plumas que la mía la exposición de las razones, muchas y graves, que militan en favor de mi ruego -buen conocimiento de la ortografía y del sentido de nuestras palabras, lectura, en sus fuentes, de nuestros antiguos historiadores, filósofos, juristas, moralistas, disciplina y ornato de la mente por una estructura gramatical férrea y por una belleza en prosa y verso que ha influido más que ninguna otra en la cultura occidental- quiero recordar con estas líneas lo atrás que dejamos los clérigos la enseñanza y uso del latín, por si este recuerdo sirve para dar los pasos que procedan y merecer, con título más fuerte, la inclusión en el bachillerato de la augusta lengua como materia común, con la intensidad y en los cursos que sean más a propósito para que su enseñanza no sólo no estorbe, sino que ayude a las otras materias, según aconsejaría hoy nuestro Quintiliano.

 Abro con buen humor las puertas al recuerdo. Me contaron, “se non è vero è ben trovato”, que durante la República, un buen hombre, que no olía ciertamente a cera ni a letras ni a ciencias, pero que tenía pulmones de bronce, atronaba la calle del pueblo gritando: “¡Abajo la raza latina!” Al preguntarle un vecino, no tan acre como él, pero horro como él de letras y ciencias, quién era la tal “Raza latina”, le espetó olímpicamente, pasmado de la ignorancia del otro y sin mirarle siquiera la cara: “¿Quién va a ser, hombre, quién va a ser…? ¡Los curas!

 La verdad es que hoy tendría que sudar un poco el buen hombre para dar con su “Raza latina”. A ella se dirigen, con respeto, a mis líneas.

 En los Seminarios menores, al adoptar -y procedía hacerlo- el bachillerato oficial, el montón de materias exigibles con sano rigor a los Tribunales de grado, merma, de no estar muy alerta, el interés y el tiempo para la enseñanza de aquel latín que “capacite a los seminaristas para entender y usar las fuentes de no pocas ciencias y los documentos de la Iglesia”, según pide el Concilio (OT, 13); de aquel latín del que dijo Pablo VI que ha de ser lengua común de los clérigos de la Iglesia.

 En los Seminarios mayores, con raras y honrosas excepciones, se aduce la exigencia de mayor claridad o de mejor pastoralidad para no dar ni exigir las lecciones en latín tal como está prescrito respecto a las materias estrictamente eclesiásticas. Supongo que a los profesores les puede más que la línea del menor esfuerzo, la ignorancia del latín en los alumnos.

 No encabeza ya los sermones, como anuncio de tema, la cita en latín de un versículo de la Sagrada Escritura, ni salpican otros latines la pieza oratoria. No es para llorar esta ausencia, no. Me ciño a dar fe de ella.

 Se ha desterrado el latín, virtualmente todo el latín, de la liturgia de rito latino, a pesar del Concilio (SC, 36) que dice: “Se conservará el uso de la lengua latina en los ritos latinos, salvo derecho particular”.  

 Doy también fe, pero con amargura. Ha salido empujado al destierro por la puerta que han dejado entornada otros párrafos del artículo citado, merced a la anchura del Consilium que viene concediendo tantos y tantos derechos particulares, urgido por “la competente autoridad territorial”, en aras de la que se cree una pastoralidad mejor.

 Recuérdese que esos derechos particulares son privilegios; y que los privilegios ni son leyes ni normas que obliguen. Son renunciables.

 Presentadas por la Conferencia Episcopal a la Santa Sede y aprobadas por ella, corren en España las versiones litúrgicas a las lenguas vernáculas: a la vasca y a las romances catalana, gallega, valenciana. Puede ser que el impulso de la creída mejor pastoralidad logre de la Santa Sede la versión del latín a otras lenguas vernáculas, v. g. : la bable, la extremeña… Rematan a la augusta madre hasta sus propias hijas.

 Respetando el parecer de todos, pienso, desde la altura de mis años, en el porvenir del pueblo fiel y me pregunto a mí mismo y no sin angustia:

 a) En primer lugar, ¿contribuirá la ausencia del latín a la ansiada creación de la verdadera Europa? Se ha escrito de reciente en España: “Nosotros no hacemos más que echar la culpa al protestantismo de haber desgarrado la unidad de Europa, pero bien poco hacemos para restablecerla. Es más fácil echar culpas que echar puentes, y ¡qué magnífico puente romano era el latín!

 b) ¿Contribuirá a la mayor unión de los clérigos y laicos de la Iglesia católica de rito latino la ausencia del latín en su liturgia?

 c) Contribuirá la mayor unión de clérigos y laicos de España la ausencia del latín y la profusión de las lenguas vernáculas en ella?

d) Entraña tan gran dificultad como se pregona el hacer que el pueblo de Dios tome en la liturgia toda la parte activa que ella le reserva, desarrollándola en latín, salvar las normas que fije la jerarquía –hoy, las lecciones y pasajes evangélicos de la Misa- por medio de publicaciones bilingües y, sobre todo, por la previa traducción, hecha vida, en la palabra del pastor?

 e) ¿Es, por otra parte, esencial que el pueblo de Dios pare mientes en las palabras que dice para que le entienda Él, que es lo esencial? “Si hablando estoy enteramente entendiendo y viendo que hablo con Dios con más advertencia que las palabras que digo, junto está oración mental y vocal”. Así nuestra gran Teresa en el capítulo 22 de su Camino de Perfección.

 f) El misterio de una lengua muerta, lengua augusta que vivió siglos atrás en los labios de nuestros mayores y honró la pluma de nuestros pensadores, ¿no tiene un quid providencial que nos empuja a Dios?

 g) En fin, la inalterabilidad de la lengua latina, matemática y música, al pairo del oleaje de las lenguas vivas ¿no es garantía total de ortodoxia?

 Si mis pobres palabras mueven a pensar a algún hermano, de plenitud o no plenitud de sacerdocio, y le persuaden a dar pasos atrás para coger de la mano al desterrado latín y aventando hasta el polvo de las ostras, lo introduce con todo el honor en las aulas e iglesias de mi Patria… no habrán sido estériles.

 Termino. España anda y seguirá dando pasos de gigante en el conocimiento y uso de las ciencias de la materia; pero por muchos y largos que sean, irá a la zaga de los pueblos sajones. En las ciencias del espíritu, estuvo y debe estar a la cabeza. Que siga siendo el latín el mejor introductor a ellas en la Patria de Isidoro, de Nebrija, de Vives…

 “Estará bien que lo pensemos -dice con donaire en el Prólogo el autor de Perlas Antiguas- hoy, que nos encontramos, escudilla y sombrero en mano, llamando a las puertas del Mercado Común, de un consorcio europeo donde España no se quitaba el sombrero antaño.., aun cuando los españoles sabíamos echar tacos en latín… y Europa nos entendía”.

 La Iglesia de rito latino conservó sin fisuras el latín hasta nuestros días, considerándolo lazo de unión y lengua común de sus hijos en la liturgia, a pesar de la diversidad de lenguas y aún de razas. Lo conservó para transmitir a sus clérigos la cultura sacra, mientras iba decreciendo el latín en la cultura profana.

 Vuelva el latín con todos los honores a la “Raza Latina” de mi cuento; y vuelva a urgir nuestra cultura hispana y vuelva a ser, como cantó Menéndez Pelayo en la Oda a Horacio: “…calma y serenidad, dulce concierto -de cuantas fuerzas en el hombre moran- eterna juventud, vigor perenne- los pueblos despertando a nueva vida -vida de amor, de luz y de esperanza.”


Revista FUERZA NUEVA, nº 167, 21-Mar-1970

 

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