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miércoles, 15 de octubre de 2025

Los seminarios, destruidos por el progresismo

Artículo de 1970 

  Seminarios de nuestros días

 Uno de los problemas más duros con que se enfrenta la Iglesia en nuestros días es el de los seminarios, víctimas, por lo general, de la furia destructora de los progresistas.

 Es cierto que nuestros viejos seminarios necesitaban una reforma. Sus principales defectos eran la falta de evolución y el anquilosamiento; la reglamentación tan estricta, que parecía hecha para aniquilar la personalidad de los alumnos: la falta de métodos aptos para transmitir a los demás la Teología… No obstante esto, la institución era muy buena. Rindió muchos servicios a la Iglesia y podía continuar rindiéndolos.

 Al publicarse el decreto del Concilio Vaticano II sobre la formación sacerdotal, muchos creímos hallarnos ante una época de nuevo florecimiento de los seminarios. En efecto, el documento insiste en las prácticas de piedad tradicionales, en el celibato, en el reglamento, en la disciplina… Se mantienen en su vigor las viejas normas, con las adaptaciones que imponen las actuales circunstancias.

 Los intentos renovadores no tardaron en llegar y, dado lo trascendental que es la educación de los futuros clérigos, los progresistas trataron y consiguieron, generalmente, adueñarse de la dirección de los seminarios. La interpretación de las normas conciliares es, en ellos, sumamente caprichosa y aun contraria a la mente de lo preceptuado, según se va poniendo de moda en nuestros días.

 De esta forma, empezaron a suprimir las prácticas de piedad y pronto fueron desapareciendo los ejercicios espirituales anuales, los actos del mes de mayo, el rosario, la meditación, el examen de conciencia, la misa diaria… y esto durante el año escolar, porque, en vacaciones, tampoco ayudan, como antes, a los párrocos en el ministerio apostólico, ni llevan, generalmente, vida de piedad alguna, según han observado las gentes.

 Negando, contra todas las normas conciliares y de la más elemental pedagogía, la posibilidad de la vocación sacerdotal en los años de la niñez, han convertido los seminarios menores en centros de bachillerato, donde abundan muchachos vestidos de ye-yés y con largas pelambreras y frecuentando lugares de los que debían de estar ausentes. Su piedad es muy poca y muchos acaban saliéndose masivamente al terminar sus estudios medios.

 A veces van a clase al Instituto y, otras veces, las reciben en el seminario, dadas por profesores o profesoras seglares, a veces con muy poca religión.

Quizás muchos niños fueron llevados por sus padres el seminario para que hicieran, por un módico precio, su bachillerato, pero la mayoría fueron siguiendo la llamada misteriosa de Dios y con deseo de entregársele y, al cabo de algún tiempo, se salen, defraudados del ambiente mundano que allí encuentran. Los jóvenes son sinceros y quieren las cosas claras.

 Ni los nuevos planes de estudio, ni la consideración que merecen los que no perseveran, justifican la desaparición del tinte de plegaria y abnegación que debe presidir toda la vida del seminario menor.

 En los seminarios mayores juega mucho más la cuestión ideológica. De cómo andan las cosas por los seminarios de nuestra patria son vivo exponente las declaraciones de la junta de seminaristas tenida, a finales del pasado año 1969, en Ávila. Mayoritariamente allí llegan a manifestar su deseo de abolir la diferencia del sacerdote del resto de los hombres del mundo en cuanto a diversiones, vestimenta, ocupaciones etc. Piden el trabajo profesional y la abolición del celibato y manifiestan su desacuerdo con las estructuras de la Iglesia. Casi todos ven la necesidad de cursar estudios civiles.

 Una victoria, bien triste por cierto, lograda por los progresistas, ha sido el haber formado así a esa juventud que se prepara para el sacerdocio, sin que en el mismo vean un ideal capaz de llenar por completo su vida; ni estén dispuestos a aceptar la estructura de la Iglesia ni la disciplina que ésta impone.

 Como ese modo de caminar es inseguro, no es de extrañar que muchos abandonen también el seminario en los últimos años de carrera. No creen que valga la pena entusiasmarse por un sacerdocio que tan poco representa para ellos.

 Precisamente ahora, que tanto necesita el mundo que se le hable de lo que nadie le habla, es cuando quieren que el sacerdote sea como un hombre cualquiera. Cuando el trabajo en la mies es tanto y tan urgente, es cuando quieren que los operarios se dediquen a otra cosa.

 En cuanto a la cuestión dogmática también habría mucho que decir, porque ni todas las doctrinas que aprenden nuestros jóvenes son trigo limpio; ni el legado cultural, acumulado por la Iglesia durante siglos, representa para muchos más que un peso muerto que hay quitarse de encima.

 De esta forma las rebeliones en seminarios están a la orden del día. Las leemos, de cuando en cuando, en los periódicos: Salamanca, Astorga, Toledo, Barcelona, San Sebastián… Después de los escándalos hay concesiones, pero el mar de fondo es más profundo: mina sin tregua, socava… Me pregunto: ¿por qué el año pasado (1969) los seminaristas de Pamplona se negaron a ir a la procesión del Corpus? ¿Será porque les diga mucho el homenaje público a la Eucaristía? ¿Hicieron eso insinuados por algún profesor?

 El mal, pues, está metido en la entraña. Se trata de algo más que de una crisis de crecimiento o de una etapa de renovación; y, naturalmente, más que declaraciones ambiguas se imponen unas medidas adecuadas.

 Los autores de esta mentalización lamentable de nuestros seminaristas achacan exclusivamente la despoblación de los seminarios mayores a “las circunstancias del mundo pagano en que vivimos”. Hay algo más que considerar.

 Esté el mundo paganizado o no lo esté y sean las gentes ricas o pobres, Dios Nuestro Señor siempre dará vocaciones sacerdotales a su Iglesia: responsabilidad enorme será el deformar las pocas o muchas que haya.

 Santos San Cristóbal, sacerdote


Revista FUERZA NUEVA, nº 168, 28-Mar-1970

 

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