Seminarios
de nuestros días
Uno de los problemas más duros con que se
enfrenta la Iglesia en nuestros días es el de los seminarios, víctimas, por
lo general, de la furia destructora de los progresistas.
Es cierto que nuestros viejos seminarios
necesitaban una reforma. Sus principales defectos eran la falta de evolución
y el anquilosamiento; la reglamentación tan estricta, que parecía hecha para
aniquilar la personalidad de los alumnos: la falta de métodos aptos para
transmitir a los demás la Teología… No obstante esto, la institución era muy
buena. Rindió muchos servicios a la Iglesia y podía continuar rindiéndolos.
Al publicarse el decreto del Concilio
Vaticano II sobre la formación sacerdotal, muchos creímos hallarnos ante una
época de nuevo florecimiento de los seminarios. En efecto, el documento
insiste en las prácticas de piedad tradicionales, en el celibato, en el
reglamento, en la disciplina… Se mantienen en su vigor las viejas normas, con
las adaptaciones que imponen las actuales circunstancias.
Los intentos renovadores no tardaron en
llegar y, dado lo trascendental que es la educación de los futuros clérigos,
los progresistas trataron y consiguieron, generalmente, adueñarse de la
dirección de los seminarios. La interpretación de las normas conciliares es,
en ellos, sumamente caprichosa y aun contraria a la mente de lo preceptuado,
según se va poniendo de moda en nuestros días.
De esta forma, empezaron a suprimir las
prácticas de piedad y pronto fueron desapareciendo los ejercicios
espirituales anuales, los actos del mes de mayo, el rosario, la meditación,
el examen de conciencia, la misa diaria… y esto durante el año escolar,
porque, en vacaciones, tampoco ayudan, como antes, a los párrocos en el
ministerio apostólico, ni llevan, generalmente, vida de piedad alguna, según han
observado las gentes.
Negando, contra todas las normas
conciliares y de la más elemental pedagogía, la posibilidad de la vocación
sacerdotal en los años de la niñez, han convertido los seminarios menores en
centros de bachillerato, donde abundan muchachos vestidos de ye-yés y con
largas pelambreras y frecuentando lugares de los que debían de estar ausentes.
Su piedad es muy poca y muchos acaban saliéndose masivamente al
terminar sus estudios medios.
A veces van a clase al Instituto y, otras
veces, las reciben en el seminario, dadas por profesores o profesoras
seglares, a veces con muy poca religión.
Quizás muchos niños fueron llevados por sus
padres el seminario para que hicieran, por un módico precio, su bachillerato,
pero la mayoría fueron siguiendo la llamada misteriosa de Dios y con deseo de
entregársele y, al cabo de algún tiempo, se salen, defraudados del ambiente
mundano que allí encuentran. Los jóvenes son sinceros y quieren las cosas
claras.
Ni los nuevos planes de estudio, ni la
consideración que merecen los que no perseveran, justifican la desaparición
del tinte de plegaria y abnegación que debe presidir toda la vida del seminario
menor.
En los seminarios mayores juega mucho más
la cuestión ideológica. De cómo andan las cosas por los seminarios de nuestra
patria son vivo exponente las declaraciones de la junta de seminaristas tenida,
a finales del pasado año 1969, en Ávila. Mayoritariamente allí llegan a
manifestar su deseo de abolir la diferencia del sacerdote del resto de los
hombres del mundo en cuanto a diversiones, vestimenta, ocupaciones etc. Piden
el trabajo profesional y la abolición del celibato y manifiestan su
desacuerdo con las estructuras de la Iglesia. Casi todos ven la necesidad de
cursar estudios civiles.
Una victoria, bien triste por cierto,
lograda por los progresistas, ha sido el haber formado así a esa juventud que
se prepara para el sacerdocio, sin que en el mismo vean un ideal capaz de llenar
por completo su vida; ni estén dispuestos a aceptar la estructura de la Iglesia
ni la disciplina que ésta impone.
Como ese modo de caminar es inseguro, no es
de extrañar que muchos abandonen también el seminario en los últimos años de
carrera. No creen que valga la pena entusiasmarse por un sacerdocio que tan
poco representa para ellos.
Precisamente ahora, que tanto necesita el
mundo que se le hable de lo que nadie le habla, es cuando quieren que el
sacerdote sea como un hombre cualquiera. Cuando el trabajo en la mies es tanto
y tan urgente, es cuando quieren que los operarios se dediquen a otra cosa.
En cuanto a la cuestión dogmática también
habría mucho que decir, porque ni todas las doctrinas que aprenden nuestros
jóvenes son trigo limpio; ni el legado cultural, acumulado por la Iglesia
durante siglos, representa para muchos más que un peso muerto que hay quitarse
de encima.
De esta forma las rebeliones en seminarios
están a la orden del día. Las leemos, de cuando en cuando, en los periódicos:
Salamanca, Astorga, Toledo, Barcelona, San Sebastián… Después de los
escándalos hay concesiones, pero el mar de fondo es más profundo: mina sin
tregua, socava… Me pregunto: ¿por qué el año pasado (1969) los seminaristas
de Pamplona se negaron a ir a la procesión del Corpus? ¿Será porque les diga
mucho el homenaje público a la Eucaristía? ¿Hicieron eso insinuados por algún
profesor?
El mal, pues, está metido en la entraña. Se
trata de algo más que de una crisis de crecimiento o de una etapa de
renovación; y, naturalmente, más que declaraciones ambiguas se imponen unas
medidas adecuadas.
Los autores de esta mentalización
lamentable de nuestros seminaristas achacan exclusivamente la despoblación de
los seminarios mayores a “las circunstancias del mundo pagano en que vivimos”.
Hay algo más que considerar.
Esté el mundo paganizado o no lo esté y
sean las gentes ricas o pobres, Dios Nuestro Señor siempre dará vocaciones
sacerdotales a su Iglesia: responsabilidad enorme será el deformar las pocas
o muchas que haya.
Santos San
Cristóbal, sacerdote
Revista FUERZA NUEVA, nº 168, 28-Mar-1970
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